Vivir en ti es pedirle mucho a la vida y resignarse de antemano a su limitación. Es – quizá más que en parte alguna- saber que la vida se acaba y sentir que debe volver a empezar.
Andalucía es una tierra de deseos, no una tierra voluntariosa, se puede desear...todo: lo posible y lo imposible, lo inconciliable, lo presente, lo futuro y también lo pasado; lo que se quiere, lo que no se quiere y hasta lo que no se puede querer.
Julian Marías.
Llevo dos años viviendo en Andalucía. En caminos de mármol empapado en cera, he aprendido a contar los días para verla vestida de novia de primavera. Llegué queriendo atrapar su perfume. Llegué, con raíces secas en los pies y escamas en las venas, sabiendo mi dulce renuncia a una fe que consideraba interna: viajar.
Que cuando Julián Marías decía que si necesitaba un escudo para esta tierra, lo decoraría con esta frase: “Vale la pena”. Y es que valió la pena, naufragar en Andalucía.
En las noches donde el insomnio cabalgaba sobre el techo, habían cuatro vecinos que incesantemente me tocaban la puerta. Cuatro vecinos que conocía de esas otras ciudades donde había empezado desde cero. Cuatro, que, a cada inmigrante y náufrago que me encuentro en el camino, me siento a hablarles y contarles sobre ellos.
Cuatro lecciones.
Cuatro vecinos.
Primero, el privilegio.
— ¿Sabes dónde estás?
— Sí, sé dónde estoy.
— Pero, ¿dónde estás en dónde estás?¿Cual es tu idioma? ¿De dónde has aprendido a entender los mapas que navegas? ¿Tu raza, tu credo, tu piel? ¿El poder de ese acento? ¿Los que te despiertan una caricia? ¿Te duele algo al caminar? ¿Puedes hablar con los propios a un saludo de distancia?
Si no soy consciente de mis privilegios, chiquito, se me escapa la empatía.
Después viene ella, la nostalgia. Esa dulce sirena que puede hacer que Ulises se estrelle contra las rocas y se ahogue en el mar. Amiga y enemiga que puede encerrar en una burbuja hecha de recuerdos de cristal. Una burbuja que te deja ver el presente pero te separa cruelmente de él. No lo respiras, no lo tocas, solo lo ves.
Y si es que me escuchas, ¿para qué pierdo el tiempo en extrañar lo que se quedó atrás, cuando puedo disfrutar lo que tengo al frente.
Tercero, el temerario juicio. La batalla de comparar continuamente el hoy con los renglones del ayer. Él, anciano, me pide azúcar y me dice que la de su casa sabe mejor. Él, que compara origen con destino, como si las realidades, tradiciones, historia y sociedades han respirado las rocas del mismo camino.
Cuarto, la vecina amarga que es la soledad. Ella, a quien hay que cuidarla con cuidado porque no hay que dejar que te cuide. Tienes que aprender escucharla roncar, porque fue la más tierna al ser la primera que cuando llegaste te salió a abrazar.
Puedes aprender mucho de ella.
Puede abrazarte con fuerza.
Puede devorarte si ella quisiera.
Y no hay más filosofía
en la razón de tus venas:
a ti te vale la pena
la razón de la alegría.
Antonio García Barbeito.
Hay una cobija con el grueso del azul que me abraza todos los días. Que, como reza su bandera, la humanidad ha escrito párrafos con tinta de olivos y cal. Una cobija que puede que mañana no me abrigue, pero valió la pena ser tejida. Pero hoy, me brinda el calor que necesito y me trae la paz que se me escapó algún día cuando mi oido hace mil días se congeló.
Ha valido la pena, una y otra vez, tocar tierra después de naufragar. Una y otra vez, vuelvo a embriargarme no sólo de licores y labios, sino de páginas, historia, sabores y versos.
Inmigrante, que la lengua está ser trinchera y espada.
Que cada vez que doblas una esquina, pasas una página.
Que cada vez que abrazas a un amigo, subrayas una palabra.
Que no soy el único que empezó desde cero después de perderlo todo. Tampoco tú.
Que he naufragado en otros archipiélagos. Un páramo escrito por Dante. Otro, un itsmo de rebeldía adolescente. Una paradoja sinológica. Un cruce de caminos que no se puede encontrar. Ahora, un puerto de desconocidos que se saludan para hacerte llamar, desde la esquina de un bar, que tú eres “familia”.
A Andalucía llegué luego de andar trescientos días sin tener donde vivir. Me permite borrar y volver, ser y no ser, andar sin andar, ocultarme y padecer. Pero qué más daría si me tocara volver a empezar.
Porque valió la pena, aunque haya sido un día, poder escribir que tuve paz en su abrazo. Que ese día, -que espero no llegara a llegar-, no tendría miedo de sentarme a cenar con mis vecinos y decirles que valió la pena, aunque haya sido solo un día.