Palabras claras, sonidos difusos.

En el mundo aún quedan lugares que guardan secretos, esperando ser abiertos con la llave adecuada. Pero solo unos pocos pueden darte esa llave.

Un silencioso día llegué a uno de esos lugares. Hoy quiero llevarlos a Bat.

A las 7:00 a.m., una cabra que pasó junto a mi carpa fue suficiente para despertarme. Era el primer ruido que escucharía en todo el día. Estaba en Jebel Shams, la cima de la montaña más alta de Omán, explorando el país en soledad.

¿Por qué terminé aquí? No hace falta decirlo. Curiosidad, como en casi todos mis viajes. Luego de un largo día de manejo, me estacioné en la cima y monté mi carpa en el borde. Solo el paisaje, un pequeño refugio y yo.

Ese día, como todos en este viaje, estaba rodeado de un silencio absoluto. Cada arista del paisaje era parte de ese imperio del silencio. Me apresuré a desmontar la carpa, buscando un oasis donde bañarme y algunos dátiles para comer. Quería ir a la Necrópolis de Bat.

Mientras bajaba la falda de la montaña, las montañas mismas me guiaban. Omán es un país en comunión con su geografía, que le concede una textura única. En el fondo, una grieta serpenteaba la piedra; ahí podía estar lo que buscaba: Wadi Damm. Al llegar y no ver carros, sonreí. "Perfecto, estaré solo". No.

Al recorrer el valle, encontré una caverna que había leído en alguna guía. Servía de refugio para acampar en caso de una repentina inundación, un peligro común en los valles fluviales de Omán. Dentro, cinco omaníes. Tres hablaban inglés y naturalmente me saludaron, preguntándome a dónde iba. "Al oasis, a tomar un baño", respondí. Luego preguntaron si tenía hambre.

Ahí estaba la alfombra, tendida en el suelo. En Omán, la alfombra no es solo un objeto; es un espacio de reunión, comida y diálogo. Estaban cocinando camello tierno y tenían kafwa, un café con cardamomo. Uno de ellos, que no hablaba inglés, se comunicaba como podía, con gestos o con ayuda de sus amigos.

Nos sentamos a hablar y a tomar café. Estaban intrigados por cómo había terminado solo en Omán, sin guía. Les expliqué que así viajaba desde hacía años, tomando fotos y coleccionando territorios sin saber para qué servirían en el futuro. Solo lo hacía.

Mientras el camello se asaba, me invitaron a caminar. Querían mostrarme algo en la montaña, asegurando que sería una caminata fácil y cómoda. No.

Llegamos al borde de la represa, rodeándola por el cañón para poder escalar. Ese punto rojo ahí abajo soy yo. Luego, la roca se volvió lisa y los senderos se transformaron en piedra que no dudaba en cerrarnos el paso. Tocaba deslizarse para avanzar.

Llegamos a un valle que no había visto en fotos: una inmensa pared de roca donde cualquiera se sentiría diminuto. Mi guía, una pequeña silueta en la imagen, señaló hacia la piedra. Definitivamente conocía los secretos. Una serie de petroglifos de camellos, de 4000 a 5000 años de antigüedad, seguían intactos. Al costado, escrituras coránicas. Marcas del hombre hechas paisaje. "¿Qué te parece?", preguntaron. Mi sonrisa fue la respuesta. "Bueno, te bañas y después bajas de nuevo".

"Observa bien el color", me dijeron al señalar el oasis. Y sí, los paisajes de Omán parecen de otro planeta. Omán es otro planeta.

Se despidieron y me dejaron allí, solo. Por muchos minutos, sin noción del tiempo, solo la luz del sol indicaba su paso. Sin música, sin ruido, sin conversación. Hice lo que tenía que hacer.

Al volver a la caverna, habían guardado más camello y café para mí. Los omaníes creen que todo el que pise su país es omaní, así que no dejarán que tengas hambre ni que pases necesidades.

"¿Vas a Bat entonces?", me preguntaron. Respondí que sí, que quería visitar la necrópolis y después montar mi carpa. Uno de ellos le dijo algo a mi traductor improvisado: "Cuando estés ahí, mira al frente y también mira atrás". Seguramente eso era lo que el otro le contó. Les tomé una última foto, fui al carro y seguí mi camino.

Mientras escuchaba una estación de radio local, pensaba en lo ilógico de ese consejo. ¿Cómo se mira al frente y atrás a la vez? Tal vez fue un error de traducción. No.

Dejé el carro y subí una colina. Llegué a Bat. Pequeñas construcciones de 5000 años, aún en pie por obra y gracia de quién sabe qué. En el filo de la colina, la necrópolis de Al Ayn, testimonio de la cultura del comercio y la explotación del cobre en tiempos sumerios. Magan, la Omán de antaño.

Las estructuras han resistido milenios. No hay nada que aparente encajar piedra con piedra, y aun así ahí siguen, frágiles, aisladas, en medio de la nada. Parece una mentira que un sitio así exista en un mundo hiperturístico.

Más aún, lo enigmático de verlas, alineadas, sin más. Entonces recordé la frase del hombre de la caverna. Mirarlas al frente. Ahí estaban. Mirar atrás. Pero atrás no había nada. Empecé a caminar hacia atrás.

Detrás mío, la falda de la colina, un tanto resbaladiza. Pero después de la faena de esa mañana en el oasis, ya estaba entrenado. Crucé y llegué al otro lado.

Miré al frente. Miré atrás. ¿No era espléndido que en un día tan silencioso, el paisaje dijera tanto sin palabras? Que aquel hombre, sin hablar mi idioma, me lo hubiera comunicado. Al fondo, la montaña donde dormí. Al frente, la necrópolis, en un diálogo con el paisaje.

Un diálogo de cinco mil años.

De esas cosas que no están en libros, que no se escriben en reseñas de internet. Llaves que abren secretos pequeños, dispersos por el mundo, esperando ser encontrados.

Así terminó otro día de viaje. Y así esperé, en silencio, a que otra cabra me despertara para continuar.