En el Desierto del Sahara existe un pueblo sin ventanas que se esconde. Un cúmulo de retazos en el paisaje tan congelado en el tiempo, que los extranjeros no podemos dormir en él y sus habitantes no pueden ser vistos.
Hace un tiempo la curiosidad me había llevado a Argelia, uno de esos países que me interesaban explorar pero que a su vez, por contexto cultural, poco o nada se conoce. Argel, su capital mediterránea, me había enamorado de lo vibrante e insólita que era. Inesperadamente cálida, insurrecta y orgullosa, era un zócalo donde podía beber una cerveza en la calle en pleno viernes al eco de una mezquita cuya garganta no paraba de arrullar. Una ciudad donde el mar, muralla y patria a la vez, abrazaban en una concordia insospechada con sus vecinos a la otra orilla.
Pero quería ir más adentro. Argelia te invita a ir más adentro.
A medida que bajaba en dirección al Sahara, el país empezaba a volverse un oxímoron entre la densidad de sus tradiciones con la distancia de sus ciudades. Pero nada me preparaba para llegar a lo más remoto, a aquello que se me era descrito como un párrafo de Italo Calvino y que Le Corbusier dibujó, en sus errantes páginas para cambiar la historia de la arquitectura. Fue así como, después de andar horas entre un océano naranja, me bajé en el borde de la carretera para observar el insólito paisaje del Valle del Mzab.
"Ahora mismo hay siete extranjeros no más", me dice el anfitrión con el que me iba a hospedar. "Cinco que vienen por trabajo, dos franceses y ahora, tu."
Siete y yo.
Fue en ese arrume de pinceladas en la montaña donde caí en cuenta que estaba en uno de los lugares más extraños del mundo. De inmediato, me empieza a contar cómo es que está conformado el Mzab: "Son cinco ciudades encadenadas, y cada ciudad con sus normas". Fundados por los mozabites entre 1012 y 1350, los cinco asentamientos son Ghardaia, Beni Isguen, Melika, Bounoura y El Atteuf, que juntos forman una pentápolis. Debido a su complejidad, han tomado por cultura popular el nombre de la más grande, Ghardaia.
En esa cuenca labrada por los designios del desierto, han creado aquí una de las más extrañas estructuras sociales que he visto.
Allá abajo, el tiempo pasa a tener otro sentido. No estás en el presente, ni en el pasado; estás en un espacio paralelo. Un espacio con reglas firmes.
La primera regla era que, como extranjero, no puedo estar después del atardecer dentro de sus murallas porque cuando las puertas de la ciudad cierran, es ilegal. Tampoco puedo mostrar piernas ni brazos, y los perros están prohibidos. Pero lo más importante es que está totalmente prohibido tomarle fotos directamente a las personas. Yo, triste sabía que sería difícil retratar a una mujer de Ghardaia.
¿Por qué? Porque aún hoy, sus mujeres siguen vistiéndose exactamente igual que hace mil años: se cubren todo el cuerpo con un velo blanco, sujetado por la mano derecha todo el tiempo y dejando al descubierto una sola parte de ellas: el ojo izquierdo.
Eso.
Un solo ojo.
Me di cuenta, a medida que leía las reglas, que estaba en el lugar del mundo más conservador que haya recordado. En el corazón del desierto del Sahara, iba a visitar una ciudad donde no podía tomar fotos a nadie y donde si llegaba la noche, podían arrestarme.
¿Y de dónde vienen todas estas reglas?
Ghardaia es lo que queda de una extraña historia. Son ibadies, pero una facción ibadí que se quedó aislada del mundo hace mil años. Recuerden que el Islam está prácticamente dividida entre suníes, chiitas e ibadies y que estos últimos se concentran casi todos en Omán, pero Omán está a miles de kilómetros de aquí. En origen, hace 1200 años, una facción ibadí vino desde Basora, y poblaron el norte de África. Pero fueron derrotados por el califato Fatimi y les toco huir al desierto. Encontraron el valle del Mzab y aquí se aislaron.
La casualidad hizo que me juntara con uno de los siete extranjeros que habíamos en la ciudad. Justo en la puerta de entrada (esa, que se cierra cuando cae la noche), había un letrero que nos indicaba lo que debíamos hacer para poder cruzar la muralla y viajar a otra dimensión.
Frente a mis ojos, un cúmulo de paredes se fracturaban en retazos con el horizonte. Las siete ciudades de Ghardaia son una colección de terrazas donde, la ventilación e iluminación es casi cenital, lo cual hace que sean cientos de superficies amontonadas en paz con la gravedad.
En lo que cruzaba cada una de las puertas de las ciudades, recuerdo encontrarme con un océano de vida. Gente de todas partes de la región, congregadas en la plaza, colgando ropa en las ventanas, aireando la comida que estaban preparando.
Pero me siento mentiroso al contarles esto.
Porque el hecho que no pidiera fotografiar a nadie, hacía que cada foto que tomara fuera, o a calles que los locales estaban cerrados o a esperar por minutos y minutos a que las personas terminaran de cruzar.
Sus empedradas calles, quien sabe de qué época, eran vestidas con toldos durante casi todo el año para soportar temperaturas que fácil llegan a cincuenta grados. Pero, aparecía alguien de frente y era tirar la cámara hacia un lado o hacia el suelo, en medio del disparo.
Y claro, se me cruzaban las mujeres.
Una silueta de manto blanco caminando por la multitud, con un triángulo negro casi tatuado en lo que debería ser la cara. Eso es único que podía ver. Era tentador tomar la cámara e infringir la ley.
Durante todo el día, estuve perdido entre los laberintos de una ciudad que se ha mantenido escondida por siglos, buscando la oportunidad perfecta pero imposible de tomar esa foto, porque no encontraba forma alguna de dispararla. Mientras, la ciudad que te observa pero no te observa, empezaba a cubrirse de un manto ocre en el aire. Ese azul del cielo que me había recibido, desaparecía el último día de mi viaje en cuestión de los segundos y amenazaba con encerrarme allí, sabiendo que no podía quedarme dentro si cerraban las murallas.
Era una tormenta de arena.
Nos refugiamos en el carro, fuera de las murallas de la ciudad, a pocos cientos metros ese borde rojizo. En un instante, mi anfitrión me dice que nos quedaramos quietos dentro del vehículo mientras iba a hacer una que otra vuelta, suponía, cosas de la casa para la cena de esa noche. Entonces, esperando, me da por echar un vistazo.
Detrás mío había una parada de bus y ahí, sentada, había una mujer.
Ese manto, que se sostiene con su mano apretada desde adentro y que carga un milenio de distancia, dibujaba la silueta de lo que era, uno de los trajes más extraños que aún existen en la faz de la Tierra. En eso, veo que se acerca otra, caminando por la calle, esbozando lo que sería el último momento para capturar esa fotografía. Por eso, tomo la cámara y la apunto, pero no hacia ninguna de las dos.
Disparo al espejo retrovisor, mirando hacia atrás.
Es posible que esta sea la primera vez que ven a una mujer de Ghardaia. Una silueta humana que se esboza en un cuerpo de cíclope.
Mirando hacia atrás la había conseguido.
En el último día del viaje, decidí hacer unos retratos de quienes me ayudaron a guiarme y que con su hospitalidad me tendieron una mano esos días. Los mozabites son de los pueblos más hospitalarios que he conocido y estaba sumamente agradecido, aunque contrariado. Pero claro, es que esa hospitalidad es transversal con la idea de estar en un lugar tan extremadamente conservador por su aislamiento con el resto del mundo, ya que la hospitalidad no es algo que dependa de las tradiciones arcaicas de las cuales están -o estamos incluso- inmersos.
Solo tenía al frente ese pedazo fortuito de historia que ha había llegado a mis manos.
En la última cena, tan igual copiosa como todas las que me habían tenido en tantos días en Argelia, decidimos despedirnos con cada miembro de la casa. Esa noche, con el chico francés, queríamos dar las gracias a la mujer que nos había cocinado todos los días pero nunca la habíamos visto. El conflicto estaba en que al estar casada, solamente una persona la puede ver: su marido. Incluso ahí, sentados frente a la comida en un momento íntimo, me sonaban esos mil años de historia. Entonces, en un papel le hemos escrito una carta de agradecimiento por la hospitalidad prestada.
Su marido lo tomó y lo pasó por una ventana que dividía nuestro lugar de el de ella. Estaba al lado, pero no podríamos verla. Solo podíamos suponer que estaba detrás de esa ventana.
Una ventana, de tan pocas ventanas que tiene una ciudad que se encierra todos los atardeceres. Un pueblo que si lo cuento de otra forma, nadie me creería que existe.