Una sobreviviente llamada Tam

Era imposible no notar que las paredes están tapizadas con fotografías de la guerra. Notable es, que son fotografías reveladas, de grano y no de pixel, cuyo origen directo eran los protagonistas. Pensé en ese momento en el Museo de los Vestigios de la Guerra de Ho Chi Minh, esa empalagosa colección de resultados de Google con pie de fotos fácilmente redactados por quienes acuerdan ofrecer la verdad. Ese era el telón de fondo para el restaurante de Tam, un pequeño local en la ciudad de Da Nang.

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Vine atraído por las opiniones de varios turistas que han llegado al lugar atraídos por su comida deliciosa y abundante, apreciable en un país donde las raciones son escasas para los mochileros. Esa fue mi primera pregunta de una conversación que jamás pensé que duraría tres días.

"¡Tienen hambre!". Cada vez que pronuncia una frase, alza la voz de forma contundente para que todos los presentes sepamos que está hablando con su razón. Entona con propiedad sus posturas, logra modular convicción. "Los mochileros buscan mucha comida, no puedo contarles más por porciones pequeñas", dice. Ella cuenta que en el mercado la llaman "idiota" por darle bastante comida a personas que pueden pagar mucho por ella. Siempre les responde que lleva 20 años en el negocio. Se ríe cuando afirma que los demás no pasan siquiera de uno.

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Aprendió a cocinar para el Ejército de los Estados Unidos durante la guerra. Ahí está el secreto, evidentemente: en las mesas no reposa mostaza ni salsa de tomate de cualquier procedencia. A Tam le pides un plato y se hace esperar, toma su tiempo. Puede durar media hora fácilmente en cocinar, media hora en la que no se asoma y sane que por eso puede perder clientes. No la crítico porque esos treinta minutos se hacen valer, se hacen respetar porque hace la comida más deliciosa que probé en Vietnam, tanto de la local como la que no. No me importa sinceramente: si es buena, la comida para mi no tiene cédula de ciudadanía.

Se sienta en la otra mesa, como queriendo presidir la reunión improvisada. Ella, apañada en dos coletas y sencillas prendas desprende sin filtros el punto de inicio. "Algunos se enojan al ver las paredes", dice. Habla de los viajeros que notan que muchas de las fotografías son de gringos. Cada imagen tiene una historia tan poderosa, que noto fácilmente que podría hacerse un libro entero con su pequeño negocio. Pero, entiendo a los que se enojan, ya que para todos en el mundo es evidente que los Estados Unidos no fueron unos santos en la Guerra de Vietnam y que invadieron el país antes de ser expulsados. Pero creo en la sinceridad de las manos desgastadas y en la verdad de las arrugas: Tam no tiene porqué inventar y por eso, es contundente. "Si estás enfadado, no sabes nada", continúa. No vine a entender esa frase sino semanas después. La rabia puede crear verdades.

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Al día siguiente me invitó a almorzar. Sabía que iba a durar tres horas mínimo hablando con ella, con la playa a sólo dos calles de distancia, con los cuerpos bronceados más bellos del país a escasos metros pero que me importaban muy poco. Sacrifico mi piel blanca por por las palabras de una sobreviviente, aunque tampoco es que sea difícil lidiar con este aspecto ermitaño. Tam tiene en claro que en la guerra nadie gana: una guerra es una guerra, sin tintes. Días atrás, Ryan, un amigo gringo que en ese entonces vivía en Ho Chi Minh, me recogió en la entrada del museo antes mencionado y entre tres palabras concluimos que ninguna guerra es linda. Ambos distantes, pero ambos acordes.

Tam perdió a su marido luego que este se fuera del país con su dinero a buscar fortuna y jamás regresara. Años después, lo confrontó en algún solar de alguna casa vietnamita, para decirle que su segundo matrimonio era ilegal y podía enviarlo a la cárcel. No, no le pidió manutención por su único hijo, sino le dio a entender que ella es la que tiene la voz. Asíhabla de la guerra.


Vietnam fue otro país laboratorio (como Corea o Alemania) donde Estados Unidos y la Unión Soviética con China se ponían a probar quién la tenía más grande. Y sí, el país estaba dividido entre comunistas en el norte, de la mano del Vietcong y los “capitalistas” del sur. Entre ellos, en todo el medio, estaba Da Nang, la ciudad de Tam. “Y entonces llegaron como una gran máquina” decía. De las primeras experiencias que afectaron su estadía en la ciudad, fue la llegada del Vietcong desde el norte a traspasar la frontera: le tocó huir a las aldeas a las afueras de la ciudad, las mismas aldeas que los estadounidenses quemaban.

El curry del almuerzo duró tres horas entre palabras y recuerdos. La imagen del cerdo siendo salvado por un helicóptero por la familia de campesinos, es de las cosas que más risa le causan y siempre la cuenta con una carcajada: es inevitable pensar que era salvado porque sería el sustento de muchos y esperar después a su rescate para llevarlos a los campamentos de los estadounidenses.“Los incendios de las aldeas no fueron para exterminarnos”; cuenta que la estrategia era reagrupar a los desplazados en los campamentos gringos para tenerlos protegidos ante los ataques del Vietcong y a su vez, para identificar quién era espía. Era fácil que un guerrillero se infiltrara en la población del sur para identificar y rastrear qué hacían los gringos y era precisamente la misma población la que los delataba al no identificarlo como vecinos. Fue precisamente esta infiltración la que causó la cobarde Batalla de Hué durante la ofensiva del Tet, donde fueron masacrados muchos survietnamitas en manos del Vietcong. Una masacre que no cuentan en el Museo de los Vestigios de la Guerra, evidentemente.

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Al otro día lucía diferente. Una colorida camiseta de origen chino como su melena, era su mejor accesorio. Me preguntó por mi ex, que para ese día, ya se había ido de la ciudad. “Vengo solo”, le respondí. Se paró, fue a la cocina con sus característicos treinta minutos de espera y me trajo una hamburguesa como hace meses no veía. Claro, resultado de los campamentos, donde Tam aprendió a cocinar. Ella decía que fue la mejor etapa de la guerra porque la condición de refugiada le garantizaba a ella y a su familia una tranquilidad tensa, donde al menos podían esperar a que su vida fluyera sin mayor drama mientras los soldados vigilaban la infraestructura, construían caminos y fomentaban la educación dentro de las instalaciones. Al principio me contaba que habían campesinos que simulaban enfermedades o se resfriaban hacían a propósito para poder ir a las enfermerías de los campamentos donde tenían comida todo el tiempo. Sin embargo la guerra avanzó y el Vietcong con ella: Hue, Da Nang, Hoi An cayeron. Los gringos fueron retrocediendo y con ellos los que pudieron salvarse y exiliarse. Los que se quedaron, se rindieron y volvieron a las villas, muchas de las cuales ahora tenían minas, de fabricación rusa o china. Las madres volvieron al campo y como Tam, volvieron a los cementerios donde habían enterrado a sus hijos y hermanos combatientes, pero de esos cementerios no quedaba nada. El Vietcong simplemente aplanó el terreno o arrojó los cuerpos al mar. Para la nueva Vietnam, los únicos mártires eran los comunistas. “Por eso no hay monumentos a los soldados caídos del Vietnam del Sur”, asentó.

Finalmente esa tarde, agarré mi bicicleta y me fui al mar, ese mar que años atrás arrastró cadáveres. Habían juegos de verano, espacio público espacioso, juegos, casinos, hoteles: Da Nang es la apuesta de Vietnam al nuevo milenio. Una ciudad ordenada, limpia, pulcra, con arte. Una joya que muchos turistas pasan de largo porque “no es lo suficientemente vietnamita”, porque para el típico occidental, lo asiático tiene que ser una porquería y lo latinoamericano tiene que ser selvático. ¿Por qué cree que el tiempo promedio de visita de Singapur es de 24 horas?

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Esa noche, de nuevo, volví a visitar ese hermoso museo que era la voz de Tam. Esta vez, quería preguntarle del origen de cada foto, porque hay unas que son a color. “Son clientes, amigos”, responde. Sí, veteranos de los Estados Unidos van a su local a visitarla y llevarle detalles. Ella, de nuevo, dice que si no fuera por ellos, estaría muerta y sus huesos en el mar. Fue inevitable en este punto medio de la carbonara que había preparado, qué opinaba de la masacre de My Lai, esa tragedia que evidenció los excesos de los estadounidenses en la intervención. Me miró con sus lentes gruesos y entre resquemor casi deletreó la palabra guerra.

"La guerra no es perfecta y en la guerra hay excesos". La guerra es un caldo crudo de victorias e historias que definen héroes a criminales. Según Tam, mientras más cruel sea un conflicto, mayor la avaricia de vencer para garantizarle al ganador la limpieza de unas manos manchadas de sangre. Sin embargo, estaban los de arriba y abajo, los soldados, -quienes para ella-, no tenían la culpa de las demencias de unos pocos. Es de bando y bando, que ni los guerrilleros, ni los soldados tienen la culpa porque son todos ellos, al final, los que tienen la culpa de obedecer.

No tenían opción más que obedecer.

La historia restante la sabemos: los estadounidenses se retiraron de Vietnam ante la imposibilidad de defender el gobierno democrático de Vietnam del Sur. El estratega del norte, Ho Chi Minh se acercaba a la capital, Saigón, para hacerla arrodillar. Él, China y la Unión Soviética habían ganado y Vietnam era el nuevo bastión socialista de Asia, socialismo que aún hoy, entre tiendas de Cartier, se mantiene.

Eran las 6:30 pm y me acerqué al restaurante de Tam para darle mi despedida. Ella salió a la puerta del restaurante un poco emocionada pero veía en sus arrugas una costumbre al adiós. Tenía en sus manos una pequeña bolsa llena de dulces que había comprado para mi, para que comiera en el avión y agarrándome las manos me hizo saber que era uno de los pocos clientes con los que había podido mezclar la sangre con la comida y que no le supiera amargo. Digamos que fue una desafortunada pero ventajosa coincidencia que yo fuera colombiano, porque para mi la guerra siempre fue paisaje.

—“En qué se piensa ir”, me miró.

—“En taxi.”

—“No, no taxi. Deme cinco minutos”.

Cerró su local ese jueves, tomó una destartalada motos sin espejos y me llevó hasta la puerta del aeropuerto. Me señaló por donde embarcar, se despidió y la perdí entre el usual mar de motos de Vietnam.

Cerró su local por despedirse de mi. De nuevo Tam perdió clientes … como los ha perdido durante veinte años.

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