Entonces saqué la cámara. Justo ahí, en ese momento, vi la escena para tomar una fotografía con la cual me fui feliz a tomar el ferry hacia Lamma Island, el lugar donde quería pasar mi tarde a las afueras de la ciudad de Hong Kong. Revisando las imágenes, ya abordo del barco, pensé que esta foto, más allá de su composición, tenía una historia que contar. Lo único que no sabía era que la historia es más pesada de lo que pude suponer.
Había salido con retraso del hostal aquél domingo debido a que la llave que tenía bajo seguro mi maleta de viaje se había perdido. Luego de un forcejeo a lo colombiano usando un clip mariposa, pude salir con prisa, cruzando el puente que divide Wan Chai de Causeway Bay donde normalmente se puede ver a los lectores de la suerte agolpados en mesas, leyendo la fortuna de aquellos que creen en el taoísmo. Una escena peculiar, cotidiana que se repite todos los días. Tenía que dirigirme hacia Central, al muelle, a tomar el ferry para disfrutar del sol y poderme broncear aunque sea dos nalgas.
Sin embargo, no era sino cruzar el dichoso puente para ver que Hong Kong, aquel día parecía una escena completamente demencial y jovial que no esperaba encontrar comparado claro, con los otros días de la semana. Literalmente, las calles estaban llenas con cientos de personas sentadas en el suelo, en cajas de cartón, jugando cartas, oyendo música KPOP o charlando. Todas mujeres. Todas asiáticas. Ninguna hablando inglés.
Las calles cerradas en el día donde más personas salen a hacer compras y precisamente en Central, el sitio donde se aglutinan las marcas de moda y de lujo más importantes del mundo. La algarabía era inmensa, parecía como si estas mujeres no se hubieran visto en semanas: todas estaban felices de verse y por lo que se puede notar, muchas parecían hacer esto desde hace tiempo ya que habían ensayos de baile o torneos de juegos. Otras parecían alistar maletas en cajas de cartón, como queriendo enviar encomiendas aquél día.
La escena se ha vuelto un paisaje urbano ya común y para Hong Kong, este fenómeno hace parte de su ADN. Incluso podría decirse que fue ratificado cuando en 1992 un grupo de residentes trató de desalojarlas bajo vías legales perdiendo ante los tribunales y en la opinión pública.
¿Y entonces quienes son estas mujeres? Las empleadas domésticas de Hong Kong. Desde finales de la década de los 70, Hong Kong era un buen destino para emigrar y trabajar ya que la economía estaba despegando velozmente y contrastaba con las desaceleraciones económicas de los países vecinos. Esto hizo eco en Filipinas e Indonesia, que facilitaron los procesos de visa de trabajo con el territorio especial hongkonés y se produjo entonces una migración de mano de obra barata que veía en este lugar la oportunidad perfecta para poder ganar algo de dinero y enviarle a sus familias al otro lado. La situación se incrementó en la década de los ochenta y aparecieron entonces agencias de empleo en ambos países, facilitando dichas visas y cobrando cifras por dicha agilización pero garantizando un contrato al menos por un año para las empleadas que recién llegaban. Muchas se fueron, pero el dilema apenas comenzaba para ellas.
Las condiciones laborales sin embargo, empezaron a ser difíciles para estas mujeres, partiendo de la vulnerabilidad que tenían al ser inmigrantes del país. De hecho, legalmente no son residentes temporales sino "invitadas", y los contratos laborales quedan condicionados bajo expulsión de Hong Kong en caso de incumplimiento. Esta vulnerabilidad por ejemplo, las obliga a estar seis días a la semana en casas de sus patrones, algunas siendo vigiladas las 24 horas o compartiendo cama con otros miembros de la familia o en el peor de los casos, durmiendo en la cocina o en el aseo, oxigenado por la falta de espacio habitual de los apartamentos hongkonenses. Incluso, antes de la aparición del smartphone, muchas tenían prohibida la comunicación así que el establecer lazos diarios con sus familiares en Filipinas o Indonesia era todo un reto que solamente podían sortear un dolo día a la semana:
El domingo.
El día libre.
Entonces vieron cómo el domingo empezaron a verse las caras: una eran dos y dos, eran diez. Luego decenas y centenas. De hecho, la fuerza laboral doméstica de Hong Kong está compuesta en un 99% entre filipinas e indonesias que se han tomado el día libre para relacionarse entre sí, intercambiar cuentas de WeChat o WhatsApp, empacar regalos para sus hijos a kilómetros de distancia en aquellas cajas de cartón que usaron para sentarse y creando relaciones entre sí, como madres y hermanas a pesar de no compartir el mismo apellido. De hecho, estas mujeres no son solamente empleadas domésticas: en los últimos años han aflorado ONG's comandadas por ellas exigiendo mejores condiciones laborales en lo que décadas atrás podía considerarse una esclavitud moderna.
Y lo hacen en el lugar donde más predominancia y relevancia podrían tener: Central. Al frente de las tiendas de Cartier, Yves Saint Laurent o Gucci, justo al frente donde sus amas o sus patronas salen de compras. Es una protesta silenciosa donde lo que se goza es la alegría y la hermandad bajo la mirada de sus empleadores. Esa mirada desde décadas atrás ha comprendido la fuerza laboral de estas mujeres y que poco a poco ha cambiado en pro de ellas y su situación en el territorio. Precisamente, bajo esa mirada, saqué la cámara.
El resto es historia.