Mi nombre es Dan. Soy un puto millennial.
Desde que comencé a recorrer el mundo, he visto pasar del papel al pixel a gran velocidad. Hace unos años, viajar era cuestión de lápiz, mapas, teléfonos y madrugadas buscando donde dormir. Ahora, el acceso al conocimiento es tan fácil, que nos vemos ciegos ante tanta información en la palma de la mano.
Ese cambio nos ha vuelto jueces y víctimas. Crecimos en tal afán, que nos dibujamos expectativas altas y pintorescas sobre lo que nos rodea. Ahora, cada amanecer trae una nueva indignación. Empieza un nuevo día y apenas estamos asimilando el anterior, como si el tren nos dejara una y otra vez. Nos empoderamos de la verdad como ganadores de una inexistente guerra cultural que nos permite decirle a los demás que están equivocados, que todo lo que no esté en nuestro ideal está inmediatamente errado. Callamos a los otros y después, nos asustamos cuando vemos ese silencio traducido en hechos.
Es esa mezcla entre indignación y superioridad la que nos está volviendo víctimas.
Me he dado cuenta que existe una desesperación mermada entre mochilas. De repente, el mundo occidental nos sabe a error, a una masa culpable del destino de la humanidad. Con la información en la mano, salimos a perseguir otra verdad, usando una guía y viviendo un viaje calcado de los pasos de otro ilustre perdido que declaró su verdad.
Queremos buscar la comida “auténtica” pero en el camino exigimos que sea libre de gluten, de tenedor, orgánica y en el mejor de los casos, vegetariana, presionando pasivamente al mundo a que se adapte a nuestro estilo de vida porque de forma prepotente creemos que es más sano, desviando sus costumbres. Escudriñamos fórmulas cada vez más alternativas de conectarnos con un no-sé-quién, con verdades auto-inducidas, revolcando en particularidades culturales que nos permitan ser diferentes a los demás. Mientras más raro, mejor.
Buscamos la “autenticidad” de cada lugar, ese todo rastro de época, cazando los sitios más apartados de esa vida occidental que tanto renegamos. Sobrevaloramos los centros históricos, que cada vez más caen en un circo aséptico preparado para esa postal perfecta que todos tienen y en el camino olvidamos el resto del territorio, la urbe viva, esa que posiblemente es más autentica que lo forzadamente auténtico.
Pasamos de largo lo que no encaja en nuestro ideal melancólico del mundo, porque nos movemos por melancolía. Veneramos el pasado, el papel, las estampillas, dibujar por dibujar, viajar por viajar, sumando sellos, creyendo que es una competencia. Buscamos el país más remoto posible, porque ahí es donde podemos encontrar ese nirvana que tanto nos han vendido esos ilustres perdidos. Somos uno, dos, diez, luego mil. Al final, criticamos cuando un sitio se vuelve demasiado turístico. Es como si nos fastidiaran los otros, un egoísmo absoluto, como una pataleta infantil de cualquier oyente de música indie cuando su banda se vuelve popular. Y el ciclo vuelve a empezar.
¿Sabes? El mundo cambia a una velocidad mayor a la de tu melancolía. Internet, los datos, la velocidad. Ya no existe el mundo “real” y el “virtual” porque están tan estrechamente ligados que separarlos es un acto de rebeldía inútil. Es momento de parar de indignarnos, de quejarnos, de prohibir, de censurar, de arañar ese pasado ungiéndolo de perfección.Te estás perdiendo del mundo por querer buscar uno que ya no existe. Las ciudades, el bullicio, aquello que no encaja en esos cánones de belleza, el campo, lo simple, los detalles, la comida, cómo llegó esa comida a tu plato, la gente, las historias, tu propia historia, el presente.Acepta que llegaste tarde.