El primer día sin Hugo Chávez

No fue un día cualquiera, le cuento. La travesía empezó de forma inusitada, cuando ese rayo de sol entró por mi ventana, en mi viejo cuarto allá en la húmeda ciudad de Cúcuta. La luz, desvencijada al pasar por la persiana, me presionaba a empezar un viaje de esos que no están planeados para salir mal.

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I

Siempre he notado que desde que se entra a Venezuela, las cosas funcionan al revés. Alucino entre sus muros, estatuas, próceres, retratos; alucino con el rostro de Chavez, el presidente, ha conocido cuanta técnica de edición gráfica conoce, que ha posado en cuanto deporte se ha inventado y sus facciones están presentes en cada rincón de la geografía esculpida por la mano humana. Cada kilómetro que andaba me recordaba que una revolución estaba en proceso, calmada y a veces, en pausa. Pausa justamente la que ese cinco de marzo se había roto, ya el ocultismo había colapsado para dar a conocer el suceso. Un país entero había sumergido su cabeza en el agua, los sonidos se hicieron densos y el tiempo se detenía mientras el oxígeno se agotaba. Esa es la calma que se respiraba en Venezuela.

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Las montañas venezolanas no dejan de ser hermosas, sus curvas se deslizan en el horizonte, caderas geológicas de un pasado más viejo que los hombres mismos que la contemplan. Durante el trayecto, hablamos de aerolíneas y vuelos retrasados. Estábamos en un Chevrolet destartalado que la desventura le hizo llamarse “taxi” y fue esa misma desventura la que me obligó, cinco horas antes, a viajar a otro aeropuerto a muchos kilómetros de distancia. El taxista asentaba la cabeza y yo seguía la corriente a Luzmary, una dama canosa, despreocupada del maquillaje y del lujo. Cada frase tenía un asqueroso lapso de un minuto antes que viniera la siguiente. El silencio de hablar de Chávez es cada vez más pesado: todos queremos hablar de él pero el tabú de tocar ese tema con desconocidos es un riesgo que en ese taxi, al menos, no queremos tomar.

— “Ha sido increíble“, exclamó. “Pero el problema está en que se aprovechan, no los educan. Quieren todo regalado y así tampoco se puede. Imagine, montan motos por los ascensores”.

Hablaba de las casas hechas por Chávez, unas anticuadas colmenas del siglo XX como imagen del socialismo del siglo XXI. Por fin, había alguien tocado el tema. Respiré profundo y afile mi lengua dispuesto a dar mi golpe de orador de barrio mientras navegábamos en ese océano de muros impuros de color que nos recordaba quién era el corazón de la patria. La conversación se extendió: Maduro, Diosdado, lucha de poderes y demás. Ella insistía que el próximo presidente debía ser Diosdado y desconocía que ese día, la Gaceta Oficial ya hablaba de Maduro como presidente encargado.

De repente, una escena sepulcral se abalanza sobre el carro. En un pueblo desconocido, enclavado en las montañas aparece el primer espejismo que golpea nuestra incredulidad: chavistas sentados en la plaza, escuchando música de Mercedes Sosa y viendo el retrato de su presidente junto a una típica estatua de Bolívar adornado de flores. La escena pasa por nuestros costados a velocidad, pero deja una evidencia más que la calma estaba siendo rota.

II

Había un hombre rojo en el aeropuerto con una camisa de los ojos de Chavez que recuerdan al Gran Hermano de Orwell. El rojo se ha vuelto norma y regla; irónicamente en un país de expropiaciones, el gobierno privatizó un color. Una congregación de no más de diez se repartían el jugoso botín espacial creado en torno del televisor: la meta era ver como las calles de Caracas eran protagonistas de esta novela y apreciar al cadáver del paradigma como queriendo sentirse parte del momento. Quietos, impávidos, temerosos y desorientados al mismo tiempo, traduciendo lo que el monolito tecnológico les decía, esperando entender el momento, digerirlo y asimilarlo. Chávez estaba muerto.

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Es que nadie cree. Nadie esta convencido que sea real. Desde hace 14 años pared por pared, puerta por puerta, camisa por camisa, se forzó a Chávez como un motor de la realidad y eje central del rumbo de esta sociedad. Se respira y se constata cuando percibes que la propaganda revolucionaria emerge agolpada en cada curva del camino mientras que las banderas ondean en los pórticos tratando de convencernos de la noticia.

III

El vuelo donde venía era una ruina en el aire donde las bandejas de comida se caían solas por la corrosión y juro que vi mi integridad en mil átomos cayendo por los aires: ya de plano, si les mencionan Rutaca, huyan de esa aerolínea. Aterricé en Caracas, a eso de las 5:40 o 5:10, no sé. No he logrado entender el capricho del huso horario. Es más, recordé cuando sucedió ese momento en el que Venezuela se regresaba media hora en el pasado, momento tan irreal como cuando RCTV quedó negro y aparecía Tves. Extrañamente, todos los eventos a media noche cuales coreografías trasnochadas.

La geografía de caderas que había visto horas atrás ahora se transmutaba entre superficies filosas donde moraban personas. Estos dragones con escamas de ladrillo, cemento y cal surgían entre la oscuridad, dialogando crudeza con el espectador. El cielo no tenía estrellas y parecía que los cerros se las robaron para engalanarse como joyas paisajísticas. Esta visión cambia paulatinamente, emergen torres y atalayas, bruscas, intimidantes y silenciosas. Ocultaban en sus volúmenes luces que atraen a los animales impertinentes mientras que sus ventanas exhibían vestimentas al aire en un afán de dejarle al tiempo lo que las amas de casa mejor saben hacer.

Caracas abruma, es un coloso configurado especialmente para ser visto en alta velocidad. Sus menhires de concreto intimidan la escala humana mientras rotan con la velocidad de un auto, cual proyección de Duchamp. Si algo define Caracas es “escala”, aquí las cosas se hacen (¿o se hacían?) a lo grande o simplemente, no se hacen. Por ende, ¿qué esperaba al poder llegar a ver a Chávez?

Y ahí, en ese panorama decidí conocerlo.

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IV

Fue una peregrinación más que una visita. El paseo de los Próceres es una alfombra de concreto desenrollada en la superficie urbana cuyo único propósito es intimidar. Cada paso es insignificante más pero la suma de caminantes reconfiguran el espacio a desdén. Todos los que estábamos recorriendo sus 6 kilómetros hacíamos parte del desfile dantesco que se presentaba.

En un punto, el escenario: una bandera gigante ondeaba sobre dos colosos de piedra, música a alto volumen que apagaba cualquier intento de conversación, reflectores, pantallas, masa, color, altura, verticalidad, impotencia, autoridad, fuerza, magnificencia … una escenografía donde desfilaban los curiosos, los convencidos y los jinetes de barrio, esos que montan equinos metálicos listos para persuadir con grandes fusiles. Ciudadanos armados.

Estaba ante un hecho histórico, estar en el epicentro de un país ante una realidad inconmensurable para muchos. Para esa hora, el paseo estaba siendo limpiado de las sobras de aquella la horda frenética que arrastró los despojos de su líder y guía. Desde el aire, podría pensarse que el comediante Chávez desfilaba sobre su última alfombra roja.

Al final del opulento desfile, cientos de personas se agolpaban en una fila que serpenteaba la explanada sin moverse a mayor velocidad. Aquí, ya no existía el silencio de la antesala pues las emociones estallaban en júbilo. Se derrotaba la esperanza y la vanidad ya había quedado desvencijada cientos de metros atrás. Recuerdo un anciano de o más de 60 años tirado en el césped con aguardiente en mano y gritando al viento que Chávez era el más dulce ser, el capataz más sereno. Una señora, junto a su marido, sollozaba de tristeza sentada en el bordillo del andén, secándose las lágrimas con la mano sin emitir sonido alguno. Una pancarta amarrada a los árboles anunciando que el peronismo seguía galopando cual embajada de la Plaza de Mayo. Diez jóvenes aproximadamente, escalando el monumento para poder ver las pantallas que emitían imágenes en vivo de la cámara ardiente. Extrañamente, curiosos y relajados, casi que felices por llegar ahí. Justamente debajo, un altar improvisado donde me senté a dialogar, a indagar qué decían.

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— “Tome lo mejor, cuéntele al mundo y a su país lo que ve. Estamos de luto porque se nos fué el alma”. Me comento un señor, apostado en el suelo duro mientras miraba el pabellón nacional.
— “Es increíble, corre adrenalina por las venas...” Respondí.
— “Aquí estamos los que queremos, ¿ve usted mercados? No, nadie se regala aquí, esas son mentiras, queremos ver a Chávez y vinimos por voluntad. ¿Qué dicen en Colombia?”
— “Pues…
— “¿Y va a hacer la fila para ver al comandante?” Me pregunto mientras me miraba a los ojos.

Un pequeño silencio.

Me despedí de él luego de unas palabras más. Tomé las últimas fotos y decidí no hacer la fila de espera para ver el féretro. Si, Chávez estaba muerto o mejor aún, Chávez estaba transfigurado. Caí en cuenta que no debía, primero, ocupar el puesto de alguien que si cree en sus ideales, lo ha seguido y que se identificó con lo que proponía. No dejaría que el morbo me ganase, o bueno, que me ganara más. Segundo, no necesitaba pasar ante su féretro para poder ver a aquél personaje carismático, comediante de reality show, de porte guapachoso; ese error histórico que tal vez no debió ser político: un Chávez que no tuvo miedo de contar experiencias escatológicas en televisión nacional, porque, admitámoslo,Chávez nos hacía reír.

Minutos después estaba regresando por el mismo sendero megalómano, gigantesco, exagerado, dejando atrás el espectáculo y bañado por un cielo rojizo, ideal para la ocasión. Me preguntaba, que seguía después de Chávez, que se forjaría luego de su muerte. ¿Había pues nacido un nuevo caudillo que durará en la memoria durante décadas como Perón o Gaitán? ¿quedará condenado a ser un meme en YouTube o en alguna mala serie de televisión? ¿o podrá borrarse en el tiempo si llegase otro que ofreciera un futuro mejor a quienes se desvelaban aquella noche por ver sus restos? Tal vez, lo que destaco de Chávez para bien o para mal, es que logró sacar del anonimato a los olvidados y ponerlos en primera fila. Esa masa carmesí es ahora una marea densa, una marea que ahora exige, que tiene fuerza, pero que también olvida si se le vuelve a tentar con promesas.

Chávez dejó un país convulsionado, dividido, desorientado donde ahora existe una radicalización de emociones. Dejó una sociedad tan densa, que el solo hecho de tratar de explicarla, marea.

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V

Digo que Venezuela es un país donde todo funciona al revés. Por eso creo que después de la calma, viene la tormenta.