“Todo comenzó algún tiempo atrás en la Isla del Sol”. Contrario a la creencia, sí existe y está en medio de Bolivia, irónicamente.
Debo aclarar que la dichosa isla que pregona El Símbolo no es la idea de verano paradisiaco, una linda palma y menos de estrellas a la orilla del mar, para colmo del sarcasmo. Confieso que presentía este engaño de canciones frente a la realidad desde que oí San Salvador, de Azoto, que nada tiene que ver con el verano en la capital de El Salvador; también confirmé que tomar el Tren Al Sur de Los Prisioneros no es asunto de pobres (me costó unos 40.000 pesos chilenos el pasaje en 2008) y que Maracaibo, de Rafaella Carrá, es una mentira que jura de tiburones y playas donde las mujeres bailan desnudas en esa ciudad al borde de un lago del Estado Zulia, Venezuela.
Copacabana es el pueblo donde se arriba para adentrarse en el Titicaca y, aunque suene a otro cruel sarcasmo, la playa homónima de Rio de Janeiro debe su nombre a este pequeño poblado que, a su vez, lo adoptó en honor a la virgen que aquí se venera. Desde el momento en que llegué tenía la sensación que este tramo del viaje no sería uno que pudiera decir “normal” y nada de lo que viviera en los días venideros podría considerarlo “conocido”.
Extasiado por el interior infotografiable de la Basílica y #bendecido por un halo solar, viajé en un pequeño bote del Lago Titicaca acompañado de estas cuatro chicas que estaban oyendo desde un pequeño radio de baterías a Wisin y Yandel. Es algo extraño encontrarse a dos corrientes tan bipolares juntas en un mismo lugar, a las chicas les parecía interesante corear Abusadora, mientras se comunicaban entre sí en aymara. Es interesante ver cómo la globalización se ha tomado por completo lo que hasta hace poco era intocable, poco menos que el manto de Cristo. América Latina es ese resultado de una guerra de creencias y culturas en la que no hay perdedores ni ganadores, solo el resultado de ser una región única donde sus habitantes son producto de todo, un crisol de herencias, un disparate sensato.
El lado norte de la isla, adonde llegué a buscar una cama para dormir esa noche, es un poblado desprovisto de cualquier ornamentación y todo lo contrario a lo que pudiera decirse de sus moradores, que llevan sobre sus hombros una carga de color extraordinaria. Supongo que en un mundo de grises, encontrarse con algo autóctono y alegre puede ser chocante pero, a la vez, estimulante.
Cuando llego a un lugar me gusta saborear rincón por rincón, centímetro a centímetro porque no sé cuándo volveré a estar ahí. Aprovechando la luz que aún quedaba, me encaminé con Diana (mi michoacana compañera de viaje) al extremo norte donde sobreviven algunas ruinas incas; mientras subíamos las lomas por caminos desprovistos de vegetación, el viento nos golpeaba fuertemente al punto de frenarnos, como si quisiera decirnos que la palabra “silencio” se debe oír con estruendo en esa absoluta soledad. Recorrimos las paredes sin tejados, los laberintos de roca y las piedras acomodadas en medio de la nada en torno a la nada. Ahí estuvimos por muchos minutos, en un silencio sepulcral que solamente era arrullado por las olas del lago a lo lejos. No creo en fantasmas o espíritus pero la sensación de estar rodeado de muchas personas en un lugar deshabitado, logró erizarme la piel.
Vámonos, dijo Diana y, sin dudarlo, obedecí por dudosa obligación: sentí que era hora de “dejar dormir” a los ausentes. El sol había desaparecido y, a lo lejos, las montañas de los Andes y los puntos de luz a la orilla del lago nos indicaban intuitivamente la desvencijada ruta para volver.
De noche no existe la acostumbrada luz en las “calles” y solo el ruido de las olas del Titicaca y la habladuría de alguna fonda hermética hecha de adobe pueden quebrar la paz. Pedimos un par de cervezas y conversamos de lo hermoso de las ruinas no sin antes enterarme que, cuando Diana exclamó “vámonos”, fue porque se sintió vigilada o acompañada. No, no habíamos dicho nada sobre esa sensación que tuve antes de aquel momento, así que pueden predecir mi escalofrío.
Al día siguiente, tras conciliar el sueño luego de un par de Paceñas que lograron distraerme del ruido del lago, decidí recorrer de extremo a extremo la isla con el objetivo de llegar al sur para, de ahí, regresar a La Paz.
Caminando por la Isla del Sol, me encontraba a cada paso gente del lugar que saludaba al pasar y regalaba una sonrisa. Toda la isla está cargada de cierto misticismo, es como desprender la historia hasta el más agudo y ascético de sus filamentos para entrar en contacto directo con ella. Sus habitantes han logrado existir en este remoto lugar con las más básicas comodidades y recursos elementales, teniendo el lago como único contacto con el mundo. A sus espaldas cargan el peso de generaciones milenarias que veían este lugar como la conexión divina con el dios Sol. Por eso me inquietan con sus sonrisas, un poco giocondescas; ellos guardan con recelo toda esta carga como el más placentero de los secretos, como si todos en la isla supieran que no viven solos y que al sonreír lo hacen queriendo contar algo sin expresar ni una sola palabra. Esos 4.100 metros de altura se hacían ligeros con cada paso, serpenteando terrazas marcadas como cicatrices en las laderas, rebaños que flotaban en las pendientes y paredes de rocas que parecían desafiar la gravedad formando esas pequeñas casas de nosecuántos años.
No llegamos a tiempo para el único barco que regresaba a Copacabana, aunque pude negociar con un pescador un pequeño viaje que, de hecho, me salió más económico. Ahí, conversando, supe que esta roca no se aleja de nadie por mucho que el barco se mueva en la dirección contraria. El remador contaba historias de los abuelos de los abuelos, de los bordes y de la virgen que estaba “más allá”: la suya es una cosmogonía sin narrar, en la que la isla pareciera una maqueta del planeta inmersa en el universo mismo del lago y la virgen custodiándolos en la otra orilla de este universo.
Regresé dentro de otro bus, dentro de otro paisaje, oyendo otra canción. Esta vez me aseguré de que las ilusiones creadas por la letra fueran más débiles que la reconstrucción de las experiencias.
Puse stop.
Me dejé fluir.
Para no olvidar:
La Isla del Sol está dividida en dos, literalmente: el norte y el sur son administradas por dos comunidades indígenas diferentes e incluso, pasar de un lado al otro tiene un costo. El sur es más turístico, tiene una infraestructura mejor para el viajero y es más fácil de llegar; el norte, en cambio, es más austero.
El bote a la Isla del Sol sale desde la ciudad de Copacabana y tiene horarios tanto de ida, como de regreso. Apúntelos para poder acomodarse a ellos y planear su visita.