En el Mediterráneo, justamente en la Liguria italiana, se esconden cinco pueblos mágicos que cortan la respiración y una pequeña playa dispuesta a ser descubierta.
Desperté. A aquella hora se escuchaba un par de mujeres armando cantaleta fuera de mi balcón pero mi crianza nortesantandereana intuía que estaban simplemente hablando en voz alta. Tenía razón: eran italianas. El sol preotoñal pegaba inclemente en varias de las prendas que colgaban entre ventana y ventana formando un artificial cubismo mientras agarraba el boleto de tren, mi mochila y el iPad para visitar el Mediterráneo.
A bordo del tren en la estación central de La Spezia, estaba peleando conmigo mismo por haber dejaro el traje de baño. Sin embargo, segundos después me reí como idiota. Un imbécil. De esos que los demás voltean a mirar y piensan “pendejo loco”.
Cinqueterre es un lugar que se afila en la poética italiana. Como su nombre lo dice, son “cinco tierras” hermandadas por la costa, la pesca y los milenarios caminos que fluyen entre los acantilados. El día anterior había visitado Portovenere (será otra historia por aquí) y estaba fresco el sabor del mar en mi memoria. Las vías del tren daban puntadas en las montañas y el tren como aguja, salía y entraba de sus bordes rocosos, dejando entrever las casas ingrávidas en las laderas.
Vernazza fue mi primera parada, un poblado en una pequeña bahía donde las olas bañan a algunos turistas que no saben leer “DON’T CROSS THE LINE” en Arial Bold 76 ubicado en la cuerda del muelle porque, pienso, que el italiano es difícil para algunos. Desde aquí me doy cuenta del espíritu en esta región: no todo lo que existe se muestra. Las casas se apilan en laberínticas redes peatonales, tanto que necesitan compartir vigas para apoyarse unas con otras; es un símil que habla de una comunidad tan fuertemente enlazada que hasta las estructuras de sus viviendas comparten vínculos, que hasta la arquitectura es comunitaria. Por cierto, cuando digo que “lo que existe no se muestra” es porque después de este deleite, mi siguiente propósito no era un pueblo sino una playa oculta: Guvano.
Bajé en la estación de Corniglia, el único poblado de Cinqueterre que no está a orillas del mar. Semanas atrás me enteré de Guvano investigando en internet y la información es poca: se trata de una playa misteriosa en medio de un patrimonio de la humanidad, una de esos sitios que suenan prometedores. Aunque todos los turistas agarraban directo hacia la enorme escalinata para llegar al poblado, mi trayecto incluía atravesar la estación, bajar unos metros entre una cascada y un desaguadero, caminar entre patios de casas con perros rabiosos hasta encontrar con un grafiti en la pared que señala el camino a tomar. Les cuento que esto fue un reto mental: el camino siguiente a tomar es nada más y nada menos que un túnel abandonado de tren, sin luz, de casi un kilómetro y medio dentro de la montaña. El grafiti parecía un free candy intimidante, que quería guiarme a la morada de algún asesino o violador. Dudé; entré unos pasos, me devolví, pensé.
”¿Cuándo volveré por aquí?”. Tal vez nunca, respondí. Saqué el iPad, improvisé linterna con el brillo al máximo y entré en el túnel. A la m*erda: solo se vive una vez.
Debo decir que es terrorífico caminar veinte minutos en total oscuridad, puesto que todo lo que deseas es no ver un cadáver en ese suelo resbaloso por el fango y la humedad que la montaña desprende. Tan interminable era el recorrido que ver la luz al final del túnel fue una alegría inconmensurable, apretando el paso para rematar en una entrada decorada con corchos de vinos, latas, un pozo de agua y ropa por doquier; carpas de camping en medio de los árboles y, abajo, unos cuantos nudistas tomando el sol. Digo “abajo” porque estaba en medio de un barranco y sí, a pesar de la alegría de no ser asesinado, aún no había llegado. Un bañista a lo lejos me señaló que debía caminar más para bajar hasta la playa y por “caminar” se refería a otro pedazo de túnel para después bajar unos veinte metros en rápel por el filo del acantilado en una cuerda sin seguridad.
Al llegar había una pareja tomando el sol y unos cuantos paseando y otros más acostados viendo el mar. Abrí la mochila y encaleté mis botas, los jeans y los briefs para dejar al aire la verga latina, como buen nudista que soy. Quien me indicó cómo bajar se acercó a conversar y me habló de las propiedades del barro de la playa, algo de la historia hippie del lugar y, después, me demostró su particular uso de los labios y la lengua. No diré más detalles, recuerden que es horario familiar.
Dos horas después y con linterna en mano, gracias al nuevo conocido, regresamos a la estación de tren en una caminata que se hizo corta debido a la certeza de no que no había cadáveres en el túnel. Riomaggiore, a donde llegamos, es un valle cerrado que desprende un río en el mar, donde el espacio es tan reducido que los niños juegan en canchas construidas sobre las calles y los vecinos comparten la misma cuerda para la ropa. Este es posiblemente el más agresivo de los pueblos de las cinco tierras, ya que hasta los filos de las rocas se hieren con violencia con el mar y las olas llevan los mejores ejemplares de peces a manos de los ciudadanos. Compré algo de comer, un pequeño vino y tomé el tren hacia el último destino del día.
Mi mamá describiría Manarola como un pesebre y creo que más de una persona lo haría. Se trata de un pueblo arrimado en el acantilado, ingrávido, en una aparente falacia, tal y como apañuscamos las casitas en los imposibles relieves de un Belén navideño. Desde la costa se puede divisar, en lo alto de la montaña, un pequeño cementerio donde entierran a los viejos y dejan que se vistan de sal para la inmortalidad. Ahí, en la cumbre de esa roca que decidí subir cual peregrino, decidí quedarme en una banca acompañado de lápidas para apreciar cómo se encendían los luceros del cielo y los de las casas a medida que el sol moría en calma.
Viajar es una experiencia única. Uno piensa y hasta planea dónde ver el atardecer, dónde es más hermoso contemplar el suicidio diario del sol que empapa en tinta de sangre ese borde del mar. Los colores cambiaban de un naranja vibrante a un malva sutil, la luna se despertaba sobre el pueblo, como un farolito que puso quién sabe qué dios. En ese silencio ensordecedor, las olas eran lo único que se escuchaba, peleando con las rocas en una batalla tan cotidiana como la milenaria existencia de este pequeño paraíso.
Bueno, de pronto por ser Italia, las olas y las rocas estaban simplemente hablando en voz alta. Cosas de comadres.
Gracias a seanrosner y tomchatt en Flickr por las fotos del túnel y el grafiti.
Para no olvidar:
Si bien existe la posibilidad de hospedaje en cualquiera de los pueblos de Cinqueterre, es recomendable y estratégico buscar habitación en La Spezia, ubicada a solo 5 minutos en tren de los poblados y a 30 minutos en bus de Portovenere. Puede comprar los billetes de bus en una tabaccheria.
También desde La Spezia salen barcos a cualquiera de estos dos destinos. ¿Un último consejo? En el barco, acomodarse en el lado que da a la linea de costa.