Durante el 2009, una epidemia extraña de gripe surgió en México y se difundió rápidamente por el mundo entero. Sí, adivine quién se contagió y cómo pasaron esos días.
“Deimy, no me siento nada bien” le decía a mi amiga dominicana aquella tarde del 12 de mayo del 2009. Ella, que veía como rápidamente huía el aliento de mi cuerpo y la fiebre aumentaba a lo largo del día, me llevó para el apartamento donde me estaba quedando. Tratando de aparentar fuerzas, me bajé del carro y caminé directo al edificio como pude, sólo para derrumbarme en las escaleras como un castillo de naipes. Lo primero que cayó al suelo fue la cámara cuyo lente se desajustó, pero aun así, paso a paso e incluso gateando por los escalones, llegué al apartamento que desafortunadamente estaba cerrado.
Ese fue el momento en que dije: “jueputa, esta mierda es en serio”. Saqué mi iPod por la rendija de la ventana en el pasillo, agarré el wi-fi cuya contraseña estaba almacenada previamente y le escribí que llamara al 911 para que pasaran por mí.
Me desplomé en la puerta y esperé.
I
Tres semanas antes, estaba en Guanajuato como una de las paradas de una rodadita de un mes por el DF, la Feria de Aguascalientes, Zacatecas, Guanajuato, Morelia, Acapulco y Taxco. Susy, una amiga salvadoreña con la que compartía hotel, recibió una llamada por parte de su mamá que estaba preocupada por la epidemia que estaba pasando. En ese momento quedé perdido sobre el tema aquel “de los cerdos” siendo esa la primera vez que supe de la dichosa A-H1N1. Ya en ese momento "la porcina" cobraba la muerte de 8 personas en San Luis Potosí y eso era todo lo que se sabía de aquella lejana tutela epidémica.
Susy se fue, nos despedimos cálidamente a pesar de su aparente preocupación. Al día partí hacia Morelia donde me abofeteó la realidad: no más al bajarme del bus me recibieron tres personas en tapabocas para que me limpiara las manos con gel antibacterial, de ese que usan los ositos cagabosques de Familia.
Durante la mañana asistimos a un torneo de golf en un campo abstraído del fondo de pantalla de Windows XP donde nadie, absolutamente nadie, tenía un tapabocas puesto; cuestión de imagen supongo. Sin embargo, una breve caminata por el centro de la capital de Michoacán parecía evidenciar que las cosas no estaban bien: la Feria de Aguascalientes había sido cancelada, algo que no sucedió ni siquiera en épocas de la Revolución. Como viajero, uno se desconecta de las noticias y para ese entonces, las redes sociales aún no estaban en el furor de hoy pero bastaba con periódicos, gente con tapabocas, anuncios en la televisión para predecir que nada parecía estar funcionando como debieran.
II
Íbamos en el carro apretujados luego de comer tacos al pastor cuando al lado izquierdo se detiene una camioneta de vidrios polarizados que baja el vidrio lentamente. “Nos mataron”, pensé. ¿Cómo no pensarlo?, las noticias del auge del narcotráfico en la ciudad eran fuertes y temidas desde el atentado terrorista del 15 de septiembre del 2008, apenas nueve meses antes donde arrojaron una granada en medio de la multitud causando 161 heridos y 8 muertos.
¿Y qué cree querido lector? Nos arrojaron un paquete dentro del carro. El susto en nuestras pálidas caras era una escorrentía de pánico que recorrió el rostro de todos en el carro: en ese momento estamos muertos y en pedazos. “Cuídense, no anden así”, alcanzaron a gritar antes de salir en pique acelerados. Resultó ser un paquete de tapabocas para todos, tantos que alcanzaron por días.
III
Pátzcuaro. No pensaba pasar por el dorado pueblo de rocas doradas, pero las noticias del virus ya eran algo alarmantes. Cancelé la ida a Acapulco para irme a pasar unos días a este pueblo mientras “todo bajaba” y me quedé donde un amigo cuyo hermano había decidido irse al pueblo para alejarse de las grandes urbes. Ahí, conversando con mi mamá, me dijo que lo mejor era que cancelara todo y me fuera al DF hasta que mi avión saliera. Recuerdo que tenía mi tarjeta debito bloqueada y el dinero en efectivo se agotaba y ese era el factor decisivo para irme; al final de todo, de México DF iba a tomar un vuelo a República Dominicana donde iba a pasar el tiempo entre tangas, playas y una semana en Haití. Pensaba que todo mejoraría…
IV
En el DF quedé con un levante de hacía algún un tiempo, un gringo que vivía en la Roma donde estuvimos encerrados una semana viendo películas piratas compradas en Insurgentes y jugando ajedrez*. Sin embargo, de vez en cuando me picaba el encierro y salía por ahí a caminar una ciudad de 20 millones en silencio. No sé si han visto The Walking Dead; pues bien, eso era el DF, una ciudad de zombies, vacía, sin gente, con grandes calles con sólo un par de carros.
Recuerdo bien la aventura que era tratar de conseguir comida. Todo estaba cerrado por la cuarentena que el Gobierno Federal había impuesto en la ciudad y lo poco que había, era alejado uno de otro. ¿McDonalds, Starbucks, Burger King? Para llevar solamente, las mesas y las zonas de comidas tapiadas con cinta amarilla para evitar el paso de gente provocando que muchas personas terminaran sentadas en los andenes ocres del DF comiendo hamburguesas en el piso. Todos éramos iguales en ese momento, nadie era más o menos que el individuo que vaga por la ciudad y come en el suelo todos los días.
México tiene una relación estrecha con la Iglesia Católica, una relación donde el país ha crecido apegado a la religión y todo está inmerso en ella (no obstante la Virgen de Guadalupe es la actriz mejor pagada en las novelas). Hablando de la Dama de América, su templo de peregrinación se había transformado en desierto: solamente fervorosos se reunían a las faldas de la Basílica para pedir la intercesión divina de la virgencita. Con el templo abierto pero vacío, las misas se hacían al aire libre bajo el sol abrazador que freía el concreto bajo la vista de la estatua de Juan Pablo II, el extranjero más mexicano desde Rocío Durcal. Las iglesias se transformaron durante la epidemia en centros de auxilio espiritual, donde los mexicanos iban a rezar por que el país saliera de la catástrofe. En una de esas iglesias pude meterme en una puerta abierta que daba hacia un salón, justamente el de la última foto después de estas líneas.
“Fíjate que he leído en internet que todo es mentira”, decía un hombre con voz gruesa. Nunca vi rostros, aclaro. Toda la conversación se trataba de la mentira que parecía ser la dichosa gripe, una mentira creada por la OMS para disparar la venta de medicinas y de vacunas placebo. Parecía tener sentido la verdad, al final, ¿uno qué sabe?
5:30 am. Domingo. El día final de la cuarentena y el día en que viajaba a República Dominicana vía Panamá. El Benito Juárez parecía más un hospital que un aeropuerto: había un gran scanner al frente de los counters que examinaban la temperatura corporal y formularios para llenar con sintomatología por si acaso, alguien enfermo salía a dispersar el fin del mundo vía aérea. Pasé sin problemas. Durante la escala en Panamá aproveché los teléfonos públicos para llamar a mis amigos en Santo Domingo quienes me recibieron en el aeropuerto y para el momento de aterrizaje, ya tenía dolor de cabeza y fiebre. Así fueron esos dos días. A pesar de la bachata, la Presidente con velo de novia y las salidas, me sentía cada vez peor hasta que, llegó ese martes donde no aguanté más.
V
Así es como querido lector, llegamos al origen de esta historia, ahí tirado en el piso que divide la puerta del apartamento de las escaleras de baldosa blanca. Llegó la seño, me recibió rápido en casa y al momento, entraron los médicos vestidos como astronautas quienes me encuestaron y tomaron muestras para enviar a Atlanta (irónicamente no conocía Estados Unidos pero si mis mocos). Cuarentena de 5 días, encerrado en un cuarto tomando Tamiflu y con tapabocas. Cautela con todos los que habían tenido contacto conmigo, adiós a la playa y a la Haití pre-terremoto.
Mi mamá se enteró al día siguiente debido a una llamada que me hizo en la que notó mi nariz tapada y pues uno no puede mentirle a una madre. ¡Casi se infarta la cucha! Estaba que tomaba un vuelo a Santo Domingo, que me traía como fuera…una madre es madre como sea.
Un día antes que saliera mi vuelo a Bogotá, me llamaron de la Secretaría de Salud Pública. Preguntaron si todo estaba bien y si el Tamiflu había hecho efecto. Pidieron que pasara por cierta oficina por un papel que me permitía salir del país sin que Avianca me molestara. Nadie mencionó si mis resultados eran positivos ni negativos, simplemente podía irme. Todo el viaje aguanté la respiración, trataba de no moquear ni estornudar; las azafatas “lo sabían” y me pusieron al final del avión.
Aterricé.
Mi historia acaba ahí, cuando estamparon el sello de entrada en el Aeropuerto Eldorado. Estaba en el país, aun débil y sin dinero pero estaba en Colombia. Después de una travesía de tres semanas que comenzó con un chisme de cerdos que se trasformó en la peor gripa que he tenido en mi vida, finalmente pude respirar.
*Ajedrez, si claro…