Viajar es esa exploración de espacios, terrenos y territorios que varían significativamente con sólo un puente, un lago o un río. A veces, la nada. Quisiera traerles estos microrelatos de cómo he cruzado algunas fronteras. Espero les gusten.
I
Mis amigos me llamaban loco por la ridiculez de atravesar por tierra semejante extensión de terreno. Yo, intrépido explorador de pueblo creyéndome Tintin o qué vergas, dije que no sería nada del otro mundo. Antes de llevarme al terminal, me ofrecieron una arepa (si, en Bolivia hay arepas) y me desearon suerte por atreverme a hacer el viaje Santa Cruz de la Sierra – Asunción. 27 horas. 27 largas y malditas horas metido en un bus repleto de menonitas en medio del Chaco y yo, el ateo colombiano como mosca en leche. Para que dimensionen el nivel de aburrimiento, el Chaco es una gran planicie donde no pasa absolutamente nada, solamente árboles secos y pájaros. Nada más. No ha sucedido nada en casi 100 años. Irónicamente aquí se libró una guerra por petróleo en la década de los 30 donde después de matarse y perder los 110 000 km² más aburridos del mundo, descubrieron que no había ni una gota de crudo. La más grande pérdida de tiempo en la historia de Sudamérica desde la final de Betty La Fea.
Abría la ventana del bus (menos mal se me ocurrió pedir ventana) y recuerdo claramente ver el sol cruzar el cielo en alta velocidad. Todo lo que veía de “paisaje” era la misma estepa que parecía un error de la Matrix: no importaba a qué hora abriera la cortina, siempre era lo mismo:
Un pajarraco, siete arbustos.
Tres pajarracos, dos arbustos, una nube.
Cero pajarracos, muchos arbustos, tres nubes.
Ese 27 de octubre era el Día de la Marmota hecho viaje. Sin embargo, a media noche las cosas cambiaron. Luego de sellar la salida de Bolivia, molerme el culo gracias a las carreteras destapadas y andar media hora a oscuras entre un puesto fronterizo y otro, llegué a una discreta caseta de policía ya adentrado en Paraguay. El cielo estaba repleto de estrellas y el calor era insoportable, unos 34 grados. Hice la típica fila bancaria frente a un escritorio de madera que parecía escenario de alguna película serbia para hacer el correcto sellado. En eso, el agente agarra mi pasaporte y lo revisa
.— ¿Colombiano?
— Así es, dije con cara de Grumpy Cat.
— ¿Y qué hace por acá? … ¡y lo que es mejor, de Cúcuta!
A la verga, pensé. Por un momento creí que Endry Carreño o Papuchis eran celebridades en tierras guaraníes (como Thalía en Filipinas) y me iban a pedir autógrafo porque posiblemente estudié o soy primo de ellos. Extrañado le dije que sí, que era cucuteño. Miraba a los lados buscando la cámara escondida.
— ¡Pero qué tal la de Pinto! ¿Y cómo va lo de Blas Pérez? ¡Pero es que se la quebraron allá en la Libertadores! ¡Qué bueno sería ir al General Santander!
Sí. 1:34 am, sin rastro de vida en kilómetros a la redonda, pasando la frontera entre dos países sin salida al mar y me vengo a encontrar a un hincha del doblemente glorioso Cúcuta Deportivo que no me quería soltar hasta que no viera su camiseta del equipo que tenía en el locker atrás. Y no lo hizo: me sacó a un lado del escritorio a hablarme de la campaña de fútbol de Jorge Luis Pinto mientras me daba tereré y sellaba los 33 pasaportes restantes.
Lo abracé y me dijo que no se encontraban muchos colombianos por esos lados (de hecho, puedo globalizar ese término como “no se ve vida por aquí). Me dijo que tuviera cuidado con los retenes, que la ruta era usada para sacar coca de Bolivia y que me iban a molestar algo.Si señores, ocho veces me pararon en todo el camino, pero esa es otra historia.
II
De niño siempre estuve habituado a las fronteras. De hecho, vivía en una. Salía de mi casa y justo al frente de la calle, tenía la vista de los Andes venezolanos y las ciudades de Ureña y San Antonio del Táchira; literalmente mi cuadra terminaba en la nada y si la nada continuaba, llegaba a Venezuela. Siempre tuve ese lazo estrecho aunque entrados los 23 años fue que decidí ir por primera vez. Es raro, siempre sentí que vivía en aquél país sin siquiera entrar.
De niño jugaba con mis amigos a cruzar el Rio Táchira a la altura del cruce con el Rio Pamplonita, así que vivía saltando de país en país como si cruzar de calle a calle se trataba. Venezuela era ese paraíso que me llegaba en forma de postales con las Torres de Silencio de Caracas y sus grandes supermercados. Allá, al otro lado del rió, había esa especie de Shangri-lá donde nada podía salir mal y había plata para todo.
Ya de grande las cosas eran diferentes; luego de la llegada de Chávez al poder, no era habitual ver productos venezolanos como antes y la verdad, RCTV se puso de pésima calidad así que no daba gusto sintonizar. Luego de verle crecer “los melones” a las niñas de El Club de Los Tigritos, Venezuela se desdibujaba al final de la calle como aquel recuerdo alcanzable de niño. Tengo dos últimos recuerdos del país vecino: cuando me arrestaron dos veces en un mismo día por ilegal y ver cómo desparecían las luces de las ciudades fronterizas a causa del racionamiento energético del 2010.
Ambas cosas algo tristes.
III
Me desperté lúcido y radiante esa mañana de octubre. Estaba en un cuarto muy femenino para mi gusto pero entendiendo que para ese entonces llevaba 15 días bebiendo casi todos los días (aunque no llegaba al extremo de intoxicación de algunos amigos), supuse que estaba en la casa de alguna amiga que conocí en el viaje. Recordaba solo la borrachera de la noche anterior en la cual me trepaba al minibar del hotel El Conquistador, en el centro de Ciudad de Guatemala, a bajar copas del cieloraso porque era el más chiquito del grupo. De repente sale una voz desde atrás de la casa diciendo “Ve, ¿te despertate?, pasá a desayuná”.
Normal, tratando de ser lo más diplomático del mundo y sin desentenderme del lugar, me senté en la mesa decorada con trigos en un vasito de lentejas. Nada extraño hasta ese momento. El televisor estaba encendido y notaba un acento extraño hasta que…
— “El presidente Daniel Ortega ha confirmado en los pasados …”¡A la gran puta verga!, pensé. ¿Yo qué hago en Nicaragua?
Y empieza la reconstrucción de los hechos.
Recordaba poco la verdad. El hotel sí, pero no recordaba más allá de estar en un bus entredormido que yo pensaba (hasta ese momento) que era un bus de Ciudad de Guatemala. Pero no, luego encontré un pasaje de bus en mi pasaporte que confirmaba mi miedo: borracho, había decidido tomar un bus con mis amigos y recorrer los 759 kilómetros que separaban Ciudad de Guatemala de Managua. Había pasado cuatro países y no recordaba nada de lo cansado y enguayabado que iba.
Recuerdo eso sí, que cuando llegué a la terminal de bus mi amiga me dijo que me podía quedar en su casa que quedaba en una dirección típica de la capital nicaragüense, lo que traduce en “De la redoma Ruben Darío, no sé cuantos metros al este, doblar a la izquierda y andar no sé cuántos metros en dirección al lago diagonal al palo de mango”. No les miento, lo del palo de mango era verídico: lo vi iluminado por las luces naranjas de sodio en pleno albor de un nuevo día.Me sirvieron gallopinto en la mesa. Una semana más de amigos, playa, Flor de Caña y diversión entre Managua, Granada y San Juan del Sur.
Qué más se hace.