A la hora que penan los santos.

Eran las 12.40 de la mañana. Llegaba a mi puerta un genio enfadado, con ceño fruncido. Recibí con el menor de los gustos, mi placer era minúsculo: me tenía secuestrada el alma, su enfado era mi cárcel. Si bien la madrugada transcurría cada uno a orilla de la mesa, el enfado de verle era sólo el rio que nos unía ambas fronteras. Habían más, lo sabía, testigos de la incómoda presencia como aquellas cartas sobre la mesa, como aquella botella de tequila que juzgaba  aquella despiadada miseria.

Un susurro celestial celaba cada hora, esperando en qué momento sus labios, par de carnosos sables, soltaran palabras espartanas, provocando mis envidiosas respuestas.

La nada se reía de la ingenuidad de mi todo.

El tiempo transcurría, la botella se agotaba y los presentes se iban hacia el pasado o tal vez, hacia el futuro amenazante que sin tregua alguna, ponia un puñal filoso en cada una de nuestras gargantas. Ambos sabíamos que rimábamos, ¡eramos múltiplos de dos en la soledad! Pero la fortuna de tener que padecer la rabia de una huldra enfadada, hacía que nuestra rima silenciosa sólo tuviera brisa, frío y cautela como amigos.

A la hora que penan los santos, el recelo se vuelve tan delgado como un hilo y teje las pestañas del creador. ¿Qué más quedaba por decirnos, más allá del absurdo panteón del pasado? Si el espacio dispone y el tiempo se hace preciso, es mejor aislarnos gélidos por el descanso y tratar de entretejer lo que no es conciso. Entre cuatro límites, mucho más pequeñitos que aquellos cuatro límites donde Borges fundó Buenos Aires, la piel brotó y germinó explotando en victoriosa independencia, entonando un himno en nuestros labios y gargantas, un himno de alguna patria inexistente, de alguna patria tácita y solaz.

Entre los dos compusimos una melodía frenética, una exigencia máxima puesto que aquel cuerpo furioso reclamaba su alma, secuestrada entre los susurros, secuestrada por la oscuridad. Si tenía algo que era mio, ¡también yo tengo algo que es suyo!, ambos batallamos feroces por la libertad de nuestras almas, encarceladas en lo más profundo de nuestros cuerpos.

Sólo en el segundo de conocer el cielo y romper los hilos de las pestañas del mismo dios, es que recobramos cada uno lo que es nuestro.

Entonces llega la calma y bajo la sombra de aquél árbol cercano sólo quedan desvencijados dos mártires sin vida que respiran; tejiéndose con el polvo, siendo arrullados por el viento, quemados a fuego lento. El silencio se rompe. Con la libertad como testigo, con el aliento palpitante y el idioma entrecortado por el exilio, hablamos de aquellas eternas batallas; batallas entre tropas de sangre y miel esperando a que el próximo secuestro sea más que un grito de auxilio.