Se dice que la sinestesia es una variación de la percepción humana. Una alteración donde podemos ver sonidos o escuchar colores. Existe un edificio en Barcelona que hace que la música sea visible.
¿Han oído de Lluís Domènech i Montaner? Domenech era un arquitecto catalan estrella del modernismo. En sus manos se crearon grandes obras de exaltación de esta región. Nació en Barcelona y en su juventud ya puso de manifiesto su interés por la arquitectura. Estudió la carrera de arquitectura y ocupó más adelante una cátedra en el Colegio de Arquitectura de Barcelona. Desde este cargo ejerció una influencia considerable acerca de cómo debía ser el modernismo en Cataluña.
A él, le encargaron una obra muy particular.
El Palacio de la Música Catalana, la sede del Orfeón Catalan, una sociedad coral formada en el siglo XIX en Barcelona. En el Domenech decide hacer un gesto maravilloso de la arquitectura: poner a las técnicas al límite. Porque el Palacio de la Música Catalana mezcla no solo el diseño arquitectónico, sino la escultura, los mosaicos, los vitrales y las forjas. La arquitectura de Domènech es de gran calidad y originalidad, resaltando la estructura de hierro que permite la planta libre cerrada por vidrio y por otro lado la integración en la arquitectura de las artes aplicadas.
Es en si, un poema hecho edificio.
Recuerdo que en la universidad decía que la arquitectura era diseñar sensaciones. Que cuando uno entrara a un edificio fuera el enaltecimiento de la sensación, al punto de manipular los sentimientos de quien lo deleite. Precisamente era todo lo que oía de este edificio antes de venir. Que era enaltecer la música, al punto que el edificio tiene ritmo sin sonar a nada. Que pareciera una canción en piedra.
Su fachada es de hecho, el primer gesto de expresión. Un conjunto escultórico llamado La cançó popular catalana (La canción popular catalana) del artista Miguel Blay, donde aparecen personajes de la sociedad catalana, desde San Jorge, el marinero, los campesinos, el anciano, los niños hasta la clase alta.
Entrar al Palacio de la Música Catalana es todo menos olvidable. Los Palacios siempre están ligados a la realeza, pero Domenech tenía la intención de hacer sentirte a ti o mi parte de esa divinidad. En gran parte, quería que el civil, percibiera la grandeza antes siquiera de oírla.
De hecho, el acceso que en otrora era en caballos es hoy el restaurante del Palacio. Y en el, apenas al entrar se empieza a notar esa traducción de la música a la piedra, de forma magistral. Pero como toda canción, antes del coro, siempre hay estrofas. Y esta es la estrofa más dulce que pudo crear Domenech, la Sala Lluís Millet, una sala de espera, bañada en notas musicales de piedra y cerámica.
El palacio es una canción congelada.
Es un homenaje al arte, al que no se puede tocar.
El escenario es el punto álgido de esta sinestesia. Domenech quería hacer un palacio, pero no para reyes sino para los catalanes. Quería que tu te sintieras parte de la realeza. Quería que escucharas la música viéndola, sin haber soñado el primer acorde.
Decide entonces en este altar a las artes, crear un escenario que mezclara los más altos himnos y alegorías. A la derecha, un busto de Ludwig van Beethoven sobre columnas dóricas que sostienen unos cúmulos de los que emerge “La cabalgata de las Valquirias”. A la izquierda, un sauce con el busto de José Anselmo Clave en alegoría a la canción “Lles flors de Maig”, porque el edificio es también un himno a Cataluña.
En la parte del semicírculo posterior del escenario, se encuentran dieciocho musas modernistas en mosaico y en relieve a partir de la cintura que parece que están danzando saliendo de los muros, realizadas la parte escultórica superior por Eusebio Arnau y el trencadís de las faldas por Mario Maragliano y Lluís Bru, todas son portadoras de diferentes instrumentos musicales, sobre ellas se encuentra instalado el órgano.
La devoción a San Jorge, su patrón está inmoralizada aquí. Durante Sant Jordi, se regalan rosas rojas a los seres queridos, que simbolizan la sangre derramada por el dragón que mató este santo. Esta tradición está arraigada en las venas catalanas.
Domenech las inmortalizó en su palacio. Quería que la gente al mirar hacia arriba se viera bendecida por las rosas congeladas por el tiempo. Que el palacio le diera un regalo de amor al público.
Una lámpara de cristal se abalanza sobre quienes oyen y vienen a este palacio, un gesto precioso que tiene dos lecturas y que pareciera que detuviera la luz misma sobre el escenario. Es como si rasgaran la luz misma y está estuviese a punto de gotear debajo de todos. Un momento congelado donde congela la luz y la transforma en objeto.
Un transmutador.
Sinestesia pura.
Todo este palacio es una canción congelada. Es como si Domenech decidiera que cada nota musical fuese tocable, que pudieras ver y percibir.
¿Cuando fue la última vez que pensaste en oler un color? ¿O la última vez donde pensaste que se puede tocar un olor? Pero, ¿cuando fue la última vez que pudiste ver la música?
Cada pasillo es una entonación.
Cada detalle es una nota musical.
Cada escultura es un acorde.
Porque ese es el propósito de Domenech: entonar un himno a Cataluña en forma de palacio.
Para no olvidar:
El Palacio de la Música Catalana está abierto al público tanto para visitas con audioguía, como para conciertos. Pueden ver más información en su ágpina web oficial. https://www.palaumusica.cat/es
Todas las fotos fueron tomadas con mi móvil. Si esta interesado en mi curso de fotografía móvil, puede ver los precios aquí en Talleres.