Ese dolor de cabeza llamado Machu Picchu

No todas las experiencias de viaje son placenteras. Algunas van íntimamente ligadas a los lugares, como el hilo a la tela, que penetra el tejido y se afianza a él de una forma tan fuerte que luego resulta casi imposible soltar la costura para tejer de nuevo. Existen lugares que son y lugares que serán, y ese futuro va de la mano de la vivencia muy por encima de la existencia consolidada del sitio, poniendo a prueba los estereotipos.

¿A qué me refiero? A los lugares que tienes como fantasía en la cabeza y que cuando los conoces de la mano de una mala experiencia, puedes llevarte un pésimo recuerdo. Existen asuntos que no salen en las fotos, que es mejor contar con calma y relatar de otra forma lo que envolvió al lugar aquel día. Puede que este post moleste a algunos, pero desde ya les hago saber que espero su reacción. Vamos al grano: odié visitar Machu Picchu.

Tuve la oportunidad de ir a la ciudad perdida de los incas inmediatamente después de que el sitio ganara como una de las nuevas siete maravillas del mundo, en un concurso que tiene la misma validez del de los himnos nacionales más hermosos. En ese entonces, Machu Picchu se transformó en la protagonista de todo despliegue turístico a niveles altísimos y el sitio sagrado enclavado en los Andes se transformó en la sensación de las sensaciones de Sudamérica, si es que antes no lo era más.

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El viaje fue hermoso. Desperté muy temprano en la mañana para ir en una pequeña camioneta a Ollantaytambo, un poblado donde tomaría el tren hacia Aguascalientes. No disponía de mucho tiempo y no tengo cuarenta pulseras tejidas a mano como para decidir hacer la Ruta Inca, ese sendero en medio de las montañas que dura no sé cuantos días para tener la experiencia ancestral de caminar por estos sitios. No, no soy de esos viajeros de mantras, yoga y energías, que cada vez que cagan sienten que le están enviando un e-mail a la Madre Tierra. Toco este tema porque evidentemente uno se topa con el típico mochilero extrasensorial que viaja a Machu Picchu a tener su contacto alienígena y, si no lo tiene, se lo inventa. Bien por él. Yo iba más motivado por libros de historia y mi biblioteca de viejas fotografías sepultadas por la maleza. Confío en el mundo y creo que a veces confío demasiado.

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El tren a Aguascalientes es costoso, sí; incluso para un turista gringo. Es normal, uno sabe que en materia de trenes –así se trate de en un país latinoamericano–, nada es barato. Aguascalientes es un pequeño poblado al que solo se accede en tren y, por eso, algunos intrépidos deciden caminar por las vías ferroviarias para llegar aquí y pernoctar. Desde aquí viene el ascenso hacia la cima de la montaña donde hace cientos de años, los incas crearon una ciudad maravillosa.

La hipersensibilidad colectiva ya la he vivido. El chauvinismo, entre otras cosas, es un síntoma de este pequeño… ¿mal?… manifestado por la reacción desmesurada (poco menos que un ataque terrorista) ante cualquier cuestionamiento hacia un lugar o ciudad de algún país. La verdad, no comulgo con el patriotismo, nunca he entendido a razón de qué lógica debo sentirme orgulloso del sitio en el que nací, si nacer es una condición, no una elección. Digo, me siento orgulloso de ser arquitecto, no de ser colombiano; no me siento atado a tener que defender un concepto solo porque debo hacerlo. Lo colombiano lo llevo con dignidad, no con orgullo.

Machu Picchu es un gran ejemplo de lo que la hipersensibilidad colectiva puede llegar a hacer con un lugar. Ahí mismo, mientras esperaba un bus, vi cómo alguien que dejaba una pequeña lata a su costado para sostener una conversación era inmediatamente regañado por botar basura; me sentí incómodo en la escena, sin saber qué decir o a dónde mirar. Una cosa es la advertencia y otra, la violencia verbal.

Al llegar a la cumbre se pueden disipar las incomodidades. Sé bien que todo sitio arqueológico de una talla como esta requiere dinero para su mantenimiento y con gusto he pagado la entrada a lugares como el Anfiteatro Flavio, Chichen Itzá o Tikal; sin embargo, estamos hablando de 45 dólares en un país que no es para nada caro.

Pensaría que por un precio así, el sitio arqueológico se encuentra en un estado de preservación óptima, con respeto por su ubicación y entorno. Pero no es así: llega al fastidio la parafernalia creada alrededor del lugar, tratando de forzar un urbanismo innecesario en lo alto de una montaña. No existe, creería, una comunicación formal ni espacial con el lugar, que respete su condición de ruina arqueológica sino que, por el contrario, se ha creado todo un IncaDisney alrededor, saturándolo de tiendas y restaurantes que me parecen innecesarios, teniendo que Aguascalientes está a seis kilómetros de distancia.

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Después, ahí está: Machu Picchu, pura, solitaria, tan imponente. Las nubes descubriendo las cimas de las montañas que aún despiertan, mientras los rayos del sol, perpendiculares a los filos de las piedras, causan texturas más ricas que un tapete persa. Por un momento, solo por un instante, pude realmente apreciar que hay que realizar sacrificios para cumplir un sueño.

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Uno de los guardas del parque se acercó y nos dijo que estábamos "caminando en el lugar erróneo". Juro que miré al suelo y no noté la diferencia entre el sendero correcto y el erróneo pero, bueno, comprendo las reglas. Resulta que, si bien Machu Picchu es un área arqueológica de gran extensión, conocerla se reduce a un sendero similar al que la Escuela Primaria de Springfield hace en la fábrica de cajas.

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Poco a poco comienzas a ver cómo Machu Picchu deja su condición de lugar y se va transformando en una hermosa postal: esa imagen turística creada para representar una fantasía fotogénica. Disneylandia, por ejemplo, es una postal, una fantasía creada para los niños; podría decir también que Caminito, en Buenos Aires, es una postal o el Pueblito Paisa, en Medellín: sitios construidos y enfocados al turismo en masa, hacia esa idea artificial. Lo triste es cuando un lugar de un carácter tan histórico y cultural como Machu Picchu es transformado a la fuerza en una postal, una experiencia diseñada meticulosamente para quedar linda en la foto (por ejemplo, las llamas perfectamente seleccionadas y marcadas, etiquetadas para que vaguen por el lugar para impresionar a los turistas).

¿Es necesario forzar una imagen? No saben cuánto extrañé el jaguar que vi descansar en una rama del Petén guatemalteco, tan severo, firme y libre, no la llama #14001.

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Los senderos en toda el área arqueológica no son improvisados; todo está calculado y vigilado. No puedes ser intrépido, no existen distancias. Solo hay un recorrido, simplemente existen ciertas fotos hechas para ser tomadas, cual Pyongyang en medio de los Andes. Entendible. A una amiga, por error, le dio por sentarse en lo que parecía una banca pero que resultó ser parte de la construcción del lugar. De nuevo, el ataque de hipersensibilidad colectiva: ella había cometido un ataque terrorista y no dudaron en decirle literalmente basura, justificando "que nadie iba a destruirle Chichen Itzá cuando ella estaba destruyendo Machu Picchu". ¿Era necesario el insulto?

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Está bien que defendamos nuestro patrimonio, que cuidemos nuestras piedras milenarias. Es entendible el hipercontrol que puede llegar a ejercerse en un sitio de estas características. El problema es cuando dicha defensa patrimonial se hace solamente porque el sitio arqueológico sirve para producir dinero, no para preservar la cultura. Sí, en Lima destruyeron tres pirámides de 5.000 años para hacer edificios y, es más, hasta la misma Machu Picchu sufrió cuando la Intihuatana fue destruida por un comercial de cerveza. Si me lo preguntan, lo considero una postura hipócrita: claro, podemos destruir pirámides porque son insignificantes y no dan dinero, en cambio Machu Picchu es la gallina de los huevos de oro y esa es la que debemos cuidar.

Peor aún cuando esa hipersensibilidad colectiva de defensa patrimonial se vuelve violenta, alimentada por un chauvinismo exacerbado. Entiendo entonces a la señora que trató de basura a mi amiga, así como los regaños, los insultos y el orgullo aparente: situaciones estúpidas que evidencian cómo los demás se comportan como simples engranajes en una cadena de avaricia en la cual ni creo que sepan que están metidos.

Ese comportamiento violento es el mismo que ha causado muertes en nuestros países, porque creemos que el respeto se exige cuando, en realidad, se inspira. Los intolerantes creen estar convencidos de vivir en armonía, siempre y cuando esa armonía esté dada por rodearse de semejantes con las mismas ideas, creando un entorno artificial donde nunca se construye una convivencia sólida y solo se crean apariencias. Sin quererlo, creen defender una idea (en este caso, un patrimonio histórico) pero están al frente de una línea de batalla comiendo las sobras de quienes en verdad se están enriqueciendo.

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Salimos de Machu Picchu temprano, debo confesar. No duramos más de cuatro horas, el lugar es pequeño y se hace más reducido luego de recorrer lo predestinado. Al salir quise ir al baño y ahí fue cuando todo explotó en mí, cuando el hilo quedó bien cosido a la tela: ir al baño cuesta 2 soles. Sí, luego de haber gastado casi 250 dólares, una meada cuesta. Bajo la lógica del vigilante, se cobra para evitar vandalismo en los baños y tenerlos aseados. A 2.400 metros de altura, en la cima de una montaña con ruinas arqueológicas, no pude visualizar ningún grupo de gamberros que podría robarse el secador de manos para venderlo en el mercado negro de, no sé, Aguascalientes.

Supongo que agarrar a los viajeros de las patas para dejar caer dos monedas ya no suena tan grave. No tiene nada que ver con cuidar los baños, es pura codicia y avaricia en su estado más puro.

Esos dos soles me hartaron. No culpo a Machu Picchu de que en su infinita belleza se haya transformado en la prostituta de todo un país, siendo explotada hasta el último centavo: nosotros somos los clientes que nos cogemos a la puta porque el deseo puede más que la sensatez. Lo peor es que todos lo sabemos: cada año llegan más y más clientes con bolsillos repletos de dinero.

No todo es gratis en la vida, menos este tipo de lugares que son tan únicos que terminan siendo una mina de oro. Justamente en ese delicado camino entre producir ganancias y enriquecerse, se han olvidado de la importancia cultural y su legado a la humanidad. La cultura se ha prostituido en pro de una selfie, de un check-in, de decir que estuve y no que viví. Aún así, los padrotes que administran a la prostituta, se quejan si tratas de cuestionar los excesos. E igual pagas.

Días después estaba en el bus camino a Puno. Ahí hablé con una española sobre Machu Picchu y sobre lo hermoso que era el sitio, evitando por todos los medios contar mi desagradable experiencia. Luego de un cruce de palabras dijo: "eso sí, yo no volvería. Un indígena debe pagar mucho dinero por ver algo que sus abuelos construyeron. ¿No os parece irrespetuoso?".

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Actualización: dos meses después de publicar este post, me he topado con esta noticia.