Guanajuato, en México, es uno de los pueblos más mágicos que tiene Latinoamérica. Una topografía particular, una historia única e incluso un trazado urbano fuera de lo común hacen de este lugar, un elixir fotográfico.
A veces tengo fotografías que no puedo olvidar, instantes que logras capturar con la cámara y atesoras ese momento, guardándolo para enseñarle a los demás con cierta alegría como ese logro pequeñito del que estás orgulloso. Este pequeño relato que les voy a contar es justamente la historia detrás de una de esas fotografías que me encantan, que muchas veces he llamado “mi favorita” (aunque no lo sea, como los hijos) y no me canso de mostrar.
Guanajuato es una de las ciudades más fantásticas que he conocido, donde lo mágico puede llegar a cobrar vida entre sus pequeños callejones, momias y túneles. Recuerdo bien haber llegado ese día a esta pequeño poblado y entre toma y toma de fotos, bajando se acercaba un hombre vestido de negro por toda la escalinata, justo en frente. Para mí, fue algo que no me lo esperaba de esas sorpresas que no caben entre tu concepción de urbano; era justamente como si en la vieja Italia, Pasolini detrás de mí dijera "acción" y sin darme cuenta comenzó a rodar una película.
Durante este lapso de tiempo no supe de qué manera estaba tomando las fotografías; solo quería saber de dónde venía o hacia qué siglo iba. Justo ahí noté que estaba en un lugar donde el tiempo se desdibuja, desligándote de todo momento o lugar; tan solo con una escena fantástica salida de la imaginación de algún cineasta nihilista. El sujeto se terminó alejando rumbo al centro de la ciudad y quedé con la intriga de quién era o hacia qué siglo iba.
Después cayó la noche entre las callecitas y las iglesias se comenzaron a iluminar entre el desorden urbano que ofrece su trazado, heredado de las excavaciones mineras que acompañaron a la ciudad en su origen. Es justamente la magia de Guanajuato, esa magia anatómica que impregna sus piedras la que le otorgan su carácter único: nada es predecible aquí. Una caminata y a la vuelta de la esquina más próxima te encuentras con una bifurcación de caminos entre las lomas intrincadas y las edificaciones terracotas. Si uno creyera que la ciudad no podría ser más intrigante, sus calles serpentean en túneles por debajo de la misma trama urbana, dejando la superficie como telón de fondo para otros dramas o tragicomedias.
De esa noche recuerdo bien que me ofrecieron ir a una callejoneada, un evento pequeño que “no debía perderme”. Fui a mi cuarto de hotel y con mi compañera Susy (la asustada del otro relato), bajamos presurosos a las escalinatas del Teatro Juárez donde un grupo de muchachos nos esperaban. Entre la oscuridad solamente se distinguían con brillo algunas delicadas confecciones de sus trajes y el esmalte delicadamente cuidado de sus instrumentos de madera.
Se denominan estudiantinas a este grupo de muchachos, alumnos de los centros educativos de la ciudad (en especial de la Universidad de Guanajuato) que se recuperan una de las tradiciones más antiguas de la ciudad, que se remonta a la llegada de los españoles, cuando cantaban serenatas a las damiselas que se asomaban a los balcones de las pequeñas callecitas de la ciudad. Estos juglares se arman de sevillanas, versos y claro, amor por el arte, para convocar a un grupo numeroso de personas que los escuchan inaugurar la noche con una canción igual de antigua que cualquier Borbón e invitarnos a recorrer con ellos el laberinto que desboca entre la ciudad.
A cada uno de los presentes nos dan un porrón, que es una vasija bastante extraña que a forma de experiencia personal les cuento que es buenísima para beber aguardiente. La llenan de tequila o de vino, para después partir con ellos a cada una de las paradas de una ruta que para bien o mal, está planeada. En cada lugar se detienen, tocan música y hablan a balcones vacíos donde se supone, viejas damiselas de la ciudad debieron vivir con gran belleza a la espera de un estudiante que le conquistara. Pasan por el Callejón del Beso, una angostica callejuela donde según la leyenda, dos enamorados solo podían besarse de balcón a balcón ante la prohibición de sus padres y claro, el arrastre de la fantasía te obliga a darte un beso con alguien ahí para tener 7 años de buena suerte.
El trago empieza a hacer efecto, la cabeza se calienta y los límites se desdibujan. La serenata llega a ser tan melodiosa y embriagante que por momentos pareciera ser tocada por el flautista de Hamelin, arrastrando a todos los que la oyeran a una orgía de alegría y cantos con coros adictivos para que cantáramos serenatas a fantasmas. En ese momento, creería que para el séptimo u octavo balcón vi al muchacho de las gradas con violonchelo en mano. No me cabía duda que era él aunque nunca le dije que era aquél viajero en el tiempo de la fotografía de horas atrás. Lo saludé, lo felicité por hacer que la fantasía volviera a las calles y continué en lo mío.
Así fue como una fotografía llegó a ser más que una fotografía para mí. Cada vez que la veo, no dejo de recordar esa ciudad tan impregnada de riqueza y tan fantástica como Guanajuato. Más que una imagen, para mí es un momento o tal vez, un recuerdo de una de las mejores borracheras de mi vida atrapado en un laberinto medieval que sorprende a quien se atreve a adentrarse en él, así sea para cantarle a los fantasmas.