Ocurre que en algunas ocasiones un relato puede contener un día entero, semanas o un par de horas. A veces, solamente unos minutos porque no es importante cuánto tiempo sea suficiente para dejar una huella en lo profundo de la mente, en aquella cicatriz que llamamos “experiencia”. Por el momento no importa el cómo llegué al lugar, ni que hacía antes de estar ahí puesto que da para otra experiencia de viaje, fotográfica o escrita; lo que importaba era esta comunión especial que tenía con este lugar que desde niño me sujetaba fuertemente a querer estar ahí.
No soy judío, de hecho no comulgo con ninguna religión; tampoco soy patriota ni me amarro a las condiciones forzosas de un documento de identidad, condiciones que siempre he creído que han sido creadas por la herencia paternalista de nuestros ancestros. No me considero mal ciudadano por eso, tampoco el más ejemplar si es que ser un ejemplo de urbanidad contempla la mano en el pecho o la persignación correcta.
Pedí un butterbrezel con café con leche en una pequeña panadería que queda en el complejo olímpico de Múnich, en uno de tantos locales que los arquitectos visionarios de los 70 propusieron para ser un futuro centro urbanístico que reflejara la pujanza de Alemania Occidental. A lo lejos en la ventana se veían dibujados los volúmenes grises del modernismo alemán contrastando con el azul del cielo mientras el café se dosificaba a sorbos y se asomaban pensamientos y recuerdos de muchas cosas que de niño había vivido.
En muchos viajes me ahorro dinero en mapas con esto de tomar fotos a los avisos y hacerle zoom al andar. Ante las masas de inertes bloques de concreto que se mimetizaban unos con otros, no quedaba más remedio que caminar esperando acertar en el camino.
El 4 de septiembre de 1972, por el mismo camino que estaba tomando, ocho terroristas de la organización palestina Septiembre Negro pasaron sigilosamente entre la oscuridad y lograron entrar a las habitaciones de los atletas israelíes que participaban en las olimpiadas de Múnich 72. Los gritos quebraron la alegría de los juegos, hubo otra cicatriz más en la tensa historia de Israel y Palestina; el gris se transformó en rojo.
Entonces llegué al sitio, donde fue la matanza. Me senté en calma al frente de la placa conmemorativa que tiene algunas flores marchitas, flores que supongo fueron puestas un mes antes de mi arribo. Unas rocas se sostenían serenas en el friso del mármol y entre ellas, unas margaritas diminutas que se asomaban entre la crudeza del monumento. En ese momento era el mármol, el edificio y yo.
Cerré los ojos tratando de pensar en qué me motivó específicamente a llegar a este diminuto lugar, insignificante muchos turistas que metros más allá se descrestaban con los logros de la arquitectura del sector. La trascendencia del sitio era para mí un vínculo de comunicación extraño con aquél país donde había nacido y donde el dolor se ha vuelto sinónimo de la palabra historia: recordé los crímenes que he visto, la sangre sobre los pavimentos, las estampidas de las bombas en las que he estado, el secuestro que me salvé, las historias de mis familiares, la pérdida de mi padre, las noticias, la impunidad, el olvido y el reciclaje de la fantasía emocional que vivimos en el país. A lo lejos hacían arreglos y sin embargo, el sonido del martillo mecánico en aquella oscuridad perpetrada a voluntad sonaba como los disparos de las ametralladoras que algunas veces oía. Sí, cosas que de niño había vivido.
Es indiferente a este punto contar en qué estado de vulnerabilidad me encontraba en aquél instante ya que no es mi propósito contar con morbo emocional lo que pude haber sentido. No había notado que en aquél lugar frio por el concreto y la piedra, vivían personas. Embriagado tal vez por el peso del significado no realicé que muchas personas viven hoy en los apartamentos donde algunos atletas israelíes y terroristas palestinos dejaron sus vidas. ¿Cómo se puede dormir en una habitación donde el mundo entero sabe que la sangre tiñó las paredes una madrugada de septiembre? Ese peso del dolor o del morbo no dejaba de irrumpir en mi cabeza. Un hombre entró con su hija y dentro se oían saludos efusivos, carcajadas infantiles de esas que se entienden en cualquier idioma. Un anciano pasaría después en su bicicleta, sin girar la cabeza al monumento aunque bajando su velocidad cuando cruzó al frente, mientras unos niños a lo lejos jugaban a la ronda.
Mirando la placa fijamente pude entender qué es la memoria. No, no se trata de un relato histórico y cansino, sino más bien abarca la trascendencia del lugar en los hechos que determinan la fragilidad de la vida misma y de cómo reconciliar el presente con el pasado, sanando las heridas profundas que nos amenazan como sociedad. Existe un regocijo de los habitantes con el lugar, un lazo histórico que no deben olvidar para no ser testigos de las desventuranzas de la miseria humana. Aquí el perdón no son palabras vacías de sermones en púlpitos dorados, no son promesas de campaña ni gula ociosa de quien quiera aparentar angustia social, no ... aquí el perdón se respira, se vive, se siente, se expresa en el poder de convivir con la memoria día tras día y ser capaz de tener serenidad con el pasado. La reconciliación no se trata de tragar sapos enteros, se trata de dejar de ser animales para convertirnos en hombres. Tampoco se trata de encontrar culpables para desahogar rencores puesto que pasaríamos la vida entera sin poder doblar el índice.
Tomé mi cámara y mi morral para caminar por el parque, pateando algunas hojas caídas por el otoño. Pensaba en cuantos lugares paso día a día en los que alguien ha perdido la vida por la violencia y no lograba calcular la cantidad de sitios que guardan ese frágil sentido de la memoria, más allá de esas grutas artesanales al lado de los caminos colombianos. No sé si sepamos perdonar, aún tengo mis dudas al respecto. Tampoco sé si viviré para ver la reconciliación en la sociedad en la que estoy inmerso pero saben, vale la pena intentarlo.
Al día siguiente me fui de la ciudad, alejándome metro a metro, kilómetro a kilómetro de este minúsculo y gris lugar donde el dolor peregrina. Sin embargo, cada vez que pienso en la posibilidad de vivir en una sociedad calma, pienso en todos aquellos que viven al lado de una inerte placa de mármol y creo, iluso, que tal vez es posible.