Uyuni: el lamento boliviano.
En lo alto de los Andes existe un cementerio de locomotoras que prometían el futuro y que también, es el cementerio de todo un sueño nacional que terminó carcomido por el óxido. Esta es la historia del cementerio de trenes de Uyuni.
Uyuni es posiblemente el horizonte más perfecto que he visto. La primera impresión que tuve al llegar aquí fue ese choque casi minimal entre el azul del cielo y la inmensidad del blanco de la superficie, producto de los restos de un lago salado que se ha secado. Es tan extenso que los satélites usan su superficie para calibrar sus sensores a la perfección, ya que funciona mejor que la misma superficie del océano. Es tan grande que podía ver la curvatura de la tierra.
En Uyuni, el vehículo anda a muchos kilómetros por hora y sentía que iba lento, porque es tan calmado y tan unísono que el paisaje se vuelve un extraño silencio estático.
Es ruido blanco.
El espacio reducido a nada.
Todo es por las miles toneladas de sal, así como de otros minerales como litio o magnesio, siendo una de las mayores reservas del mundo. Esto lo sabía Bolivia, hace más de un siglo, pensando que aquí sería un epicentro de su desarrollo industrial.
Pero a un costado de este desierto de silencio, hay un cementerio de trenes. Esqueletos de locomotoras y vagones, al óxido, pudriéndose a la intemperie, dejando mezclar el hierro con la sal. Porque hubo una época donde el silencio de este salar fue interrumpido con el bramar de las locomotoras por primera vez en sus casi 11.000 años de existencia.
Leyendo la historia, pareciera el mismo salar se disgustase por el ruido.
Uyuni es un pequeño pueblo creado en 1889, como. “una ciudad en el kilómetro 610 de la vía Antofagasta a Pulacayo” que enlazaría los más grandes ejes de su país: los Andes y el Pacífico. Porque Bolivia tenía mar. La mayoría de versiones y documentos señalan que, desde su nacimiento como país en 1825, el territorio de Bolivia se extendía hacia el occidente hasta llegar al Pacífico mismo.
Fue así como Uyuni tuvo estación de tren, un 20 de noviembre de 1890, cuando el presidente boliviano inauguró la primera vía ferroviaria de este país para transportar oro, plata y estaño, entre otros minerales. En el siglo XIX, Chile contaba con una economía de exportación basada en las salitreras. En ese entonces, el gobierno de Bolivia puso un impuesto y como eso violaba un tratado comercial con Chile, los del país del sur decidieron hacer las cosas diplomáticamente.
O sea, los invadieron.
Producto de ello, Bolivia perdió su salida al mar en 1904. Chile se quedó con el Departamento de Atacama, y con esta pérdida, Bolivia no tenía por donde seguir exportando su minería. Entonces los trenes ya no tenían a donde más ir. Los sueños de los presidentes bolivianos de enlazar los más de cuatro mil metros de altura con el mar quedaron enclaustrados en el óxido.
Los trenes se detuvieron y entonces, empezó Uyuni a ser usado como lugar de depósito y reparación. Año tras año, trenes de otras partes del país terminaban aquí en donde el viento y el sol hacían el resto del trabajo. Lo que en otrora era la columna vertebral para transportar minerales finos, terminaron siendo minerales en sí mismos.
Terminaron sus esqueletos desintegrándose y fundiéndose con la misma tierra que los vio germinar. Los hombres hoy que rodean Uyuni lo hacen viviendo de dos industrias: la extracción de sal y el turismo. Con pala y esfuerzo, ponen a secar la sal en montículos para su extracción y posterior exportación, bajo las sombras famélicas de los trenes.
Mientras, cientos de curiosos de todas partes del mundo vienen hasta aquí buscando perderse entre la curiosa inmensidad de un horizonte inexplorado, de un lugar donde el silencio sigue y seguirá reinando.