Doce horas no son suficientes
Muchas veces hablamos de la noche como si fuese una compañera que nos permite decir cosas que no diríamos en el juicio de la luz. Es como si apenas cayera el sol nos quitáramos un pesado velo que nos permite ser un poco, tal vez una pizca, más libres de lo que normalmente seríamos. Esa noche del 26 de octubre en Praga comienza en un lugar de descanso eterno y termina en un lugar de muerte; pero no se asusten, que no habrá depresión en las siguientes líneas.
Salía del cementerio Olšanské Hřbitovy de Praga (no saben lo que demoré escribiendo esto) luego de pasear entre tumbas sepultadas por las hojas del otoño. La policía ya me había advertido de posibles robos adentro, así que no podía quedarme paseando cual espiritista por mucho que la magia de esta ciudad me incitara.
Podría decir que Praga es la ciudad más hermosa de Europa y seguramente muchos estarán de acuerdo. La capital de República Checa es un misterio gótico sin resolver, donde lo desvencijado pareciera acarrear tonalidades de impía pulcritud en cada uno de los muros que circundan sus calles. Los tranvías se pasan sigilosos y el horizonte urbano se ve herido con la multitud de agujas y campanarios que trazan una silueta única en el cielo.
La plaza principal de Praga es una de esas joyas europeas que retratan perfectamente lo que conté atrás. Sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, se abre espacio en la atiborrada ciudad centrando su atención en la majestuosa Iglesia de Nuestra Señora enfrente de Týn (la creatividad para los nombres en los años 1200 era acojonante) que, para tonos darks, no fue católica sino husita, aquella extraña secta fundada por Jan Huss, quemado vivo justo en medio de esta misma plaza inculpado por herejía.
Situado al frente de la iglesia hay un reloj que se lleva toda la atención. Como pueden ver en la foto, es más fácil interpretar una tabla de Transmilenio que tratar de saber qué hora es. Sin embargo, si la gente se estaba arremolinando frente a este era porque iba a sonar sus campanas y un mágico ballet de engranajes despliega su maestría que, según la leyenda, fue creada por un relojero Hanuš, al cual le extirparon los ojos para que no creara una copia del reloj. Enfadado, su ayudante metió la mano en el mecanismo quedándose manco.
Sí, otra cruel y sangrienta historia. Brrrr.
¡Cerveza! ¡Tragos! ¿A quién no le gusta hablar de cerveza? Terminé en U Zlatého Tygra, un bar a una cuadra del reloj que se queda con todas las miradas. Confieso que tuve mi momento Ratatouille cuando probé el primer sorbo porque es la puta cerveza más deliciosa que jamás he probado en la vida. Eso sí, aquí uno se sienta y le traen una cerveza sin preguntar antes. Están acostumbrados a la clientela: personas que salen de la oficina, cansados, con un memorando en el bolsillo, planeando sus vacaciones de quince días, esperando reírse de la vida como el siempre fiel Bill Clinton, que sonreía colgando en la pared porque él era un buen cliente de este lugar. ¿La factura? Un rayón en un papel por cada cerveza tomada; simple. No se complican la vida.
Aquí es donde se pierde la noción del tiempo, lo cual es peligroso. Sí, sé que había pasado un buen rato bebiendo cerveza y comiendo barato, pero este espíritu estaba cansado y eso significa que debía tomar más. No era la primera vez que caminaba en ese estado por Praga, llevaba tres días durmiendo lapsos de cuatro horas gracias a noches bendecidas entre alcohol y algo de libertinaje (otra oscura y nocturna historia) pero aún quedaba un último lugar: Tretter’s, un bar de cocteles con la más extraña combinación de frutas y licores donde algunos se citan para hablar con amigos o acercarse a la solitaria dama de la barra que pidió un extraño margarita con sandía. Esa es la magia de la noche: si durante el día vieras a esa chica en el metro, no te acercarías o, al menos, lo dudarías un poco más. Luego de dos tragos, un fugaz levante y algo de acción en el baño, creía inocentemente o por intuición, tal vez, que en pocas horas debía tomar el tren a Dessau, así que era sensato regresar al hostal.
Procrastinar es la palabra del siglo XXI. Había aplazado por cuatro días hacer cierta visita muy temprano en la mañana debido a mis salidas nocturnas. Con premura llegué al hostal, armé mi maleta, puse la alarma para dos horas más tarde y dormí. No obstante, cuando abrí los ojos ya había algo de azul en el cielo. Imposible.
Sin tener tiempo ni para ponerme ropa interior, #freeballingday, salí corriendo con la maleta colgada al tranvía 18. No, no me había cogido la tarde. El 26 de octubre era la fecha de fin del horario de verano en Praga, así que en teoría tenía una hora perdida, lo cual era peor porque mi organismo tropical no estaba acostumbrado a esas sorpresas. Mi cita romántica se transformó en un quicky: en una hora debía bajarme del tranvía, ver el amanecer y correr hasta la estación de trenes cual participante de Amazing Race o alguien con increíbles ganas de mear.
El Puente Carlos, uno de esos lugares perfectos que a veces están atiborrados de turistas y vendedores, era mi cita: la de correr y adentrarme en él cuando pocas personas estuvieran viendo sus estatuas, que adornan con ritmo cada remate de pilar. Frenéticamente apreté el paso hasta el otro lado, di media vuelta y la noche se acabó en un espasmo de sol. Ahí, al frente mío, estaba Praga despertando, la misma ciudad que horas atrás me había hecho una despedida y me había contado historias de las que no cuentan en casa. El tiempo simplemente se detuvo. Pude estar ahí de pie un puñado de minutos pero, para mí, aquel momento no podrá ser medido.
Paso a paso llegué a la estatua de San Juan Nepomuceno, un santo que fue asesinado en este puente y arrojado al agua por contradecir a un rey. Sí, otra oscura historia. En la base, hay dos pequeñas placas doradas de tanto que han sido frotadas, especialmente la de un pequeño can. “Dicen que si las tocas, volverás a Praga”, me cuenta en un correcto inglés una joven a la que amablemente le pregunté por el fenómeno. Se supone que el perro es el animal más fiel y tenía lógica la correlación simbólica. Ahí, un poco embriagado, pensé seriamente en lo que acababa de escuchar, en qué era realmente la fidelidad.
¿Es la fidelidad el acto de siempre estar? ¿O el acto de poder volver? Muy seguramente le seguiría siendo fiel a la noche por muchos años más, esté donde esté. La fidelidad a los hombres se la dejo a los perros. Prefiero ser leal.