Gramalote, el rastro del desarraigo
No recuerdo bien la hora, pero aseguro que el sol caía y quedaba esa agonía azul en el cielo. Sintonizado en un televisor de una vecina, veía cómo las casas iban desplomándose una a otra en el cercano pueblo de Gramalote, un lugar que había visitado en mi infancia y del que guardo bonitos recuerdos, como aquella vez que fui perseguido por un toro. Bueno, digamos simplemente que guardo recuerdos.
Gramalote sufrió en el año 2010 una catástrofe natural que obligó a evacuarlo en cuestión de horas, en plena víspera de Navidad, cuando las alegrías son las que deberían conmover a una población. La ladera de la montaña donde estaba asentado el poblado empezó a deslizarse y este terremoto en cámara lenta fue devorándose la esquina donde alguien se dio un primer beso, la tienda donde llegaba la carne fresca, el colegio donde alguna monja castigó con regla en mano y la plaza donde se jugaron al escondite entre los árboles. Sus habitantes, impotentes, no podían hacer nada más allá de salir de sus hogares y transformar las agrietadas superficies de sus paredes en efímeras cartas de despedida.
Vinieron las lluvias, el invierno, la noche, los días. Los perros deambulaban entre los muros que seguían cayendo mientras las plantas comenzaban a emerger en su afán por refundar el pueblo abrazándolo con sus raíces. Hoy, es inevitable apreciar las inmensas montañas y rocas que hay en el preámbulo del casco urbano que parecen inmóviles y poco amenazantes, mientras se discurre entre árboles y cantidades increíbles de publicidad política colgando de ellos o tatuadas en las rocas de los ríos.
A lo lejos existe un esbozo amarillo que distrae del verde: la torre sobreviviente de la catedral se transforma en el horizonte alcanzable del viaje, como ese único vigía que quedó cuidando el pueblo. Mientras me acercaba, cuatro años después de la tragedia, estaba claro que yo no era el único que viajaba hacia Gramalote, sino que muchas personas más iban hacia estas ruinas, que no son precisamente un destino turístico.
A medida que iba subiendo por la montaña me percaté de que lo que parecían algunos escombros aleatorios en la vía, iban configurando piezas de un gigante rompecabezas urbano. Un ladrillo solitario se volvía un trozo de muro desprendido que, a su vez, mostraba rastros de pintura. De repente, el muro estaba sujeto a un andén ingrávido suspendido en el verde y la curiosidad me había transformado en un arqueólogo en búsqueda de alguna señal reconocible de rastro humano.
En Gramalote existe una mezcla de desilusión y emergencia, donde el silencio acompaña el andar. Durante el escabroso ascenso por las calles inclinadas –las mismas que algún día sacaron el aliento a más de un poblador mientras iba a misa–, ya solo quedan materiales de construcción, repisas, cuadros, juguetes e, incluso, el triste recuerdo de una Navidad que nunca llegó: guirnaldas y algunos reflejos de bolas de algún árbol regados en el suelo, abrazados de trozos enormes de paredes.
Entre las grietas, las superficies se vuelven intrépidas, adaptadas a la nueva configuración de una montaña que se asemeja más a una zona de guerra que a un pueblo abandonado. En un mundo en el que lo natural se ajusta a lo urbano, lo urbano termina rendido ante la fuerza de lo natural. Si antes eran los ancianos quienes se reunían bajo la sombra de un árbol a contar historias, ahora son caballos quienes se reúnen a pastorear la grama fecundada por el silencio.
A pesar de la calma del pueblo –interrumpida hasta ese momento por algunas motos que entraban y salían del casco urbano–, hay dos sitios en los que sentí la adrenalina por el cuerpo ante la fragilidad del lugar. La estación de policía es un inmenso monolito de concreto hecho para soportar atentados terroristas y fue gracias a su carácter macizo que logró sobrevivir al desastre. El edificio está, en términos generales, intacto y sus paredes, dejadas a la merced de quienes se atreven a entrar en él, se han transformado en páginas de un diario de muchos que han querido despedirse o, incluso, desquitarse con la rabia de una tragedia.
Entrar a la catedral, por otra parte, es arriesgarse a que un trozo de pared caiga y termine el viaje en alguna camilla o, peor aún, tener el nada grato honor de ser la primera víctima del pueblo fantasma. Sin embargo, me pudo más la curiosidad por el escenario dantesco, el set de Pasolini, el encanto de un despojo estaba ahí arropado entre los revoloteos de las palomas que han decidido hacer de los arcos y las ventanas su hogar. La torre es ahora un albergue inmenso de aves y murciélagos, mientras la nave de la iglesia representa un jardín botánico encantado; todo se encuentra entre los grandes pedazos que han transformado su suelo en un entramado de superficies difíciles de recorrer. Un Jesús intacto en el fondo de la escena es el único custodio inmóvil que parece bendecir la agonía del lugar.
Sin embargo, nada anunciaba el último escenario: al remate de una callecita, en la cumbre del pueblo, se escuchaba un eco de música vallenata saliendo de algunas casas en ruina aparente. Mientras me enfilaba hacia la cima, los jolgorios llenaban más la atmósfera y cubrían con un manto de macabra ironía todo el paisaje que emergía al caminar. En lo alto de Gramalote quedó una calle, una simple y sencilla vía de no más de cien metros completamente intacta: ahí se asentaron los policías, el carnicero Piraña, un restaurante de corrientazo, un billar, la ferretería, el mercado y la infaltable cancha de tejo de cualquier pueblo colombiano.
Confieso que toparme con este rincón fue inesperado en toda la extensión de la palabra. La calle tenía toda la vida de un pueblo común y corriente y, sin embargo, a pocos metros se desmoronaba todo entre la maleza. Terminé sentado en un improvisado restaurante en una de las esquinas donde una señora de particular acento santandereano y una cocina más enorme que su cuarto, hizo el comedor del pueblo. No se imaginan el lujo de almuerzo que hace con el cuchuco y la yuca más tierna que había probado en años, de esas que traen recuerdos de infancia al saborear.
Echada en el piso había unaperra enroscada entre las dos mesas. Había sido adoptada por la dueña del restaurante un año antes, ya cuando había tomado la decisión de seguir en la esquina de su fragmento de Gramalote. La adoptó porque, en palabras textuales, hay que ser muy descorazonado para dejar a un pobre animal a la intemperie. Mientras hablábamos, era inevitable ver los calendarios impresos por el gobierno prometiendo año tras año la reconstrucción del pueblo.
Desde arriba se puede apreciar la magnitud de la tragedia. Sin embargo, ya no era el mismo pueblo que había encontrado entre la maleza metros abajo: se veía una línea de tiempo entre el rastro de lo que fue y la esencia de lo que quedó. Esa fortuita calle había sobrevivido solo para demostrar que a un pueblo no lo hace la iglesia sino las campanadas; no son sus calles sino quienes las recorren día y noche.
Como arquitecto confieso que, tiempo atrás, podría estar más interesado en el proyecto de reconstrucción o en saber dónde o cómo será el nuevo Gramalote. Ahora prefiero pensar en cómo había llegado aquella jugosa yuca a mi plato, en las manos del sembrador, el chofer que lo trasladó y la señora que lo cocinó. Somos un rasguño en la superficie y solo nos queda disfrutar en él, construir recuerdos, gozar el presente porque quién sabe si mañana el Niño Dios nos deje esperando como novia fea mientras todo lo que creíamos conocer se viene abajo.
Creería que sobrevivir al desarraigo es el primer paso para seguir andando sin necesidad de caminar.
Para no olvidar:
Las ruinas de Gramalote están a dos horas y media desde Cúcuta. Para llegar ahí lo mejor es tomar un carro particular o un bus hacia el poblado de Lourdes. Hay áreas restringidas por peligro de derrumbe, así que si desea ingresar a ciertos edificios, tenga en cuenta que es bajo su propio riesgo.