Los muros levantados sobre los caídos
El siglo XX se acabó cuando cayó el Muro de Berlín y XXI empezó cuando cayó el World Trade Center de Nueva York. Inauguramos eras a partir de caídas, caídas con varios significados dependiendo del discurso político de su preferencia.
De la historia que las rodea, creo que todos debemos estar empapados: luego de la Segunda Guerra Mundial, Alemania fue transformado literalmente en un pastel de la victoria y con un filoso cuchillo, fue seccionada para repartirse su administración. Sin embargo las el milagro económico en la Alemania Federal (controlada por occidente) hacían que muchos habitantes de Berlín emigraran hacia el pedazo de la Berlín tentadora. Entonces fue que sucedió lo absurdo: la República Democrática Alemana decidió construir un muro y separar un pueblo con concreto y hierros retorcidos. Una cárcel había nacido y con la construcción del muro (más no con su caída) el comunismo declaró su fracaso.
Hoy el muro ha caído. Si, a pesar de que pueda ser reconocible la existencia de cierta división en Berlín dependiendo - por ejemplo - en donde hay tranvía o donde no -, e incluso, en los márgenes de crecimiento entre ciertas regiones de Alemania, el muro se ha vuelto un estandarte que incluso significa el vigor de una generación. Eso me lo pregunté cuando vi señoras de 40 años con piercings y tatuajes en las calles de Kreuzberg o una dama ejecutiva viendo tranquila porno en Tumblr en el metro. Es una generación vibrante porque no hace mucho, agarraron mazos y derribaron el muro.
Recuerdo bien cuando me aproximé a East Side Gallery, esa línea al borde del Spree que se ha transformado en una franja de disfrute público, donde el arte pareciera sanar las heridas que la política ha causado. Existe una atmósfera de curiosidad, diversión y respeto, entre los que vienen a recorrer libremente sus muros como cumpliendo el sueño de sus padres quienes 25 años atrás no pudieron hacerlo, cerrando la más bella metáfora de una familia que desea lo mejor para sus hijos; los curiosos llenos de morbo y asombro que visitan el lugar para desdeñar la historia infame que no se cree hasta no estar ahí. Es impensable que durante la división era más fácil ir a Paris que al barrio de al lado.
Sin embargo, ¿hace falta entonces un muro para comprender que una sociedad sectorizada es una sociedad inviable? Es un argumento debatible, ya que las divisiones tienen diferentes significados desde el punto de vista de quien la construye. Para muchos, el prado es más verde al otro lado de la cerca pero estoy seguro que para el otro lado de la cerca, le causa pánico pisar el prado. A pesar que el Muro de Berlín está hoy hecho trizas y se ha transformado en una peregrinación morbosa, aún convivimos con muros alrededor del globo. Para Israel, el prado al otro lado de la cerca Palestina es una amenaza a sus intereses como estado, de la misma forma que los sureños estadounidenses ven a México como una invasora de vientres que desgarrará la unidad americana. No escampa en Chipre con su Línea Verde que mutila las entrañas de una Nicosia que se empeña en ser segunda parte de una tragedia alemana y el más triste de los muros, aquél que Corea del Norte ha decidido construir para aislarse del mundo, como si el Sistema Solar necesitara otro planeta más.
Berlín también ha dejado espacio para el concreto desnudo y los destrozos de las porras sin el maquillaje de los pinceles. La Tipología del Terror viene siendo un “Dark Side Gallery” donde la pared desfila entre las calles y un memorial dedicado a contar la historia previa al muro, la de la guerra. La cruel unión de dos momentos tristes que abrazaron los alemanes durante todo un siglo que discurren en la crudeza de presenciar como un urbanismo tétrico pretende hacer lo que la política no puede.
Hoy los muros son inútiles, ninguna ciudad sobrevive a largo plazo con murallas. No, no quisiera poner un discurso pendejo de margaritas en rifles: digamos que el concreto es inútil en los muros. Hablé de muros infames en algunas fronteras porque tenemos cierta estúpida nostalgia con la existencia matérica de una frontera que nos ponga un reto, una fantasía que alimenta el deseo de derribar para unir pero hemos comprendido que es más eficiente crear barreras sociales y tecnológicas, que levantar densas murallas para evitar huidas hacia prados más verdes. China ya no necesita mantener la Gran Muralla mientras pueda controlar el acceso a la información de sus habitantes a través de Internet. Sin ir tan lejos, todos estamos inmersos en muros invisibles que forjamos a través de miradas, clases sociales y desprecio por el más necesitado.
Entonces no basta con mirar los muros de Israel o Chipre, ni presenciar los restos de la cicatriz berlinesa, simplemente el gesto de mirar por el transparente muro del automóvil hacia la ciudad es suficiente. La misma indiferencia social ha separado ciudades, ha creado barrios que desafían la gravedad en las laderas, viviendas que son escamas de un dormido dragón demográfico. Existen esas miradas como muros hacia el malvestido, hacia el inmerecido que no tiene cómo justificar su pisada en lugares de lujo. Las ciudades no necesitan muros de concreto para mostrar que están dividas en sus entrañas, aislando sus habitantes.
A todas estas, ¿qué es un “muro”? He mencionado tanto esta palabra que ya debe hartar. Creería que el de Berlín es el más simple de los muros, el que dividía posturas y era castigada su transgresión con un disparo a quien osara traspasarlo. Pero le temo más a los muros sociales, a esos muros creados entre barrios de arcilla y barrios blancos; a esos muros de miradas; a esos muros de pasaporte y a los muros de prejuicios.
El problema es, ¿en 25 años nos sentiremos orgullos de derribarlos?. Nuestra conformidad nos permite quedarnos en este lado de la cerca donde el pase lo que pase, el prado es más verde a pesar de no saber qué se sientirá pertenecer a una generación vibrante, donde la juventud no es cuestión de años.