La ciudad y el silencio
Llegué a cierta hora a la extraña ciudad-país de Luxemburgo. Inocente, me he bajado del tren dispuesto a caminar hasta llegar al hostal donde me quedaría ya que según el mapa, estaba relativamente cerca. Pero no, Luxemburgo guarda bellas sorpresas.
El viaje me había dejado cansado y llovía un poco, así que decidí mejor tomar un autobús para darme cuenta que no entendía nada. Si, en un país con solo una estación de tren, los buses debían funcionar de forma extraordinaria, cosa que entendí sino media hora después, cuando caí en cuenta que tres números son para buses fuera de la capital y dos, para buses locales. Perdido, regresé al interior de la estación a robar wi-fi, ubiqué el bus que me dejaba más cerca para después entender lo más cerca era la mitad del recorrido, que aparte, no duró más de 7 minutos.
“Camino y ya”, me dije. El frío otoñal había bañado las calles de esta antigua ciudad, tan independiente como hermosa. El suelo, esmaltado por la ligera llovizna, reflejaba los pasos presurosos que se entre cruzaban entre las calles mientras yo, algo perdido, me aproximaba paso a paso a mi lugar de descanso. Inocente seguí mirando el mapa guiado por la geolocalización para detenerme justo al lado de donde parecía estar mi cuarto. Nada. Oscuro todo. Parecía que el hostal existía sólo en las redes sociales.
Eso que ven arriba explica todo. Efectivamente no estaba perdido, solamente me encontraba sobre el Pont du Château, en la cumbre de los riscos y fortificaciones de Luxemburgo y el hostal … bien gracias: asomado en el borde puede verlo sesenta metros abajo. Al lado, pero abajo. Imaginarán mi cara.
Luxemburgo verán, es una ciudad que descansa sobre riscos tallados con la paciencia de los ríos Alzette y Pétrusse que serpentean el valle creando condiciones geográficas tan cinéticas que trasforman la ciudad al andar. El día (diferente a la desconcertante noche) es apenas ideal para contemplar cómo se empeña esta diminuta ciudad en transformarse en una postal atrapada en medio del bosque y las historias de realeza.
Medido por el estrepitoso fracaso tecnológico del día anterior, decidí que la ciudad fuera mi guía y que los riscos fueran mi camino. Muchas veces el mejor radar es la intuición, más cuando decides que sean las condiciones del lugar quienes te rebelen las mejores y más gustosas sorpresas. Mientras pateaba las hojas amarillas, cadáveres del otoño, no dejaba de pensar en cuan dependientes podríamos ser de un mapa al momento de no querernos perder. Pero, ¿qué hay de malo en perderse? Perderse cuando no existe la prisa es uno de los placeres culposos más exquisitos que existen. Justamente entre bajada y bajada llegué al Grund, un barrio pintoresco de la vieja Luxemburgo donde la madera desvencijada pareciera haber hecho una tregua con las aguas de los ríos y convivir en una extraña armonía que decora el paisaje. Si en algunas urbes conocidas relegamos a los ríos a fríos ataúdes de concreto para que escurran como aguas negras en medio de un orden aparente, aquí pareciera que el río es ese anciano que inspira respeto y engalana cualquier vista.
Las personas aquí parecieran tomarse la vida como les escurra. Hablando con una mesera en un café del centro, me contaba que es normal salir a trotar en las mañanas, llegar a las oficinas a tomar un café y comenzar las obligaciones del día. Lo interesante es que “las oficinas” son normalmente “las casas”. Todo pareciera marchar bien en este pedacito de país (reafirmando la teoría que país pequeño; fortuna grande) donde el ritmo de vida va despacio pero fluye, como el Pétrusse que despacio va cincelando la montaña pero termina creando con paciencia un hermoso paisaje.
Evidentemente si el río labra la montaña, hay que cruzarla. A medida que los pasos se hunden en lo más abajo del acantilado, grandes titanes de piedra aparecen entre los árboles. El viaducto marca el fin del Grund y el comienzo del Valle de la Pétrusse, una reserva forestal donde los ya mencionados habitantes salen a correr bajo la sombra de proezas como el Pont Adolphe, el verdadero duque de la ciudad. Anda, en una urbe de 100.000 habitantes es obvio que un puente bonito es el ícono; no hay mucho de donde elegir.
A veces, sólo a veces, desearía que las fotografías tuvieran la capacidad háptica de transmitir la temperatura de un lugar. El frio de la piedra del Pont Adolphe era esa rima perfecta en verso que se escribía con los vientos de otoño, fuertes, que apenas llegaban a erizar la piel pero que hacían bailar los abrigos de los transeúntes mientras la Gëlle Fra, esa la Dama de oro, se abalanza a condecorar el horizonte. Como dije antes, en una ciudad tan pequeña, la simbología radica en pequeñas cosas: la Gëlle Fra fue construida para recordar a los voluntarios (si, como Katniss; no diré mas) que se ofrecieron a luchar por Francia en la Primera Guerra Mundial.
El corazón de la ciudad no deja de ser tan vigoroso como las tupidas laderas del valle. Partiendo del hecho que la anatomía urbana de Luxemburgo data del 963, no es de extrañarse que las calles se estrechen al punto de la intimidad con el peatón, ofreciéndose e invitando a disfrutar un panini o un café en medio de la jornada, para todo aquél que desee transitar por los serpenteantes senderos de piedra que discurren por el centro. Incluso, siendo una de las ciudades más ricas del mundo, existen quienes en sus limitados ingresos se ven en la necesidad de pedir dinero. Podríamos extendernos entre qué es ser rico en Luxemburgo o en Bogotá pero creería mejor que una imagen hable más.
Sin embargo, entre todo el intrépido discurrir de la arbitraria planimetría existe la pareja perfecta para el duque Pont Adolphe: la serena Catedral de Santa María de Luxemburgo, una discreta joya gótica de altos pináculos que funcionan como brújula para todo aquél que desee “perderse” sin mapa en mano.
Entre una de las románticas descripciones que leí sobre Luxemburgo está el ser “el balcón más hermoso de Europa”. No es para más, el Chermin de la Corniche es esa calle que le otorga a gran título semejante honor. A pesar que la lluvia había acelerado su caer y que el sol tímido no mostraba empeño alguno en distraer el clima, llegué al comienzo de la estrecha callecita donde la ciudad, aún bañada por la niebla y el gris del cielo, dejaba revelar su mejor momento.
Lo del fondo son ruinas, las casamatas del Bock. Cuevas y pasajes labrados en la roca que quedaron como testigos del desmantelamiento de la fortaleza en 1867 impuesto por el Tratado de Londres. Tras 16 años, una fortuna gastada y el castillo casi destruido, solamente las casamatas del Bock (y uno que otro pedazo de muro) quedaron como testigos mudos de esa época de gloria.
Ángulos. Puntos de vista. Esa cinética marcada por los tejados que se atrevieron a surgir desde el fondo del valle o desde la ladera de la intrincada montaña que solo me permiten intrigarme por la vida que sucede dentro. Las chimeneas encendidas para dar calor a alguna familia mientras el padre desde su computador trabaja y los niños, recién llegados del colegio. Posiblemente algún ejecutivo soltero que tiene alguna cita y desea conquistar a su amorío con una charla romántica ante el fuego. No lo sé. La ciudad en su silencio muchas veces dice más de lo que una ciudad abarrotada pareciera hablar, creo que debido a que en el silencio se puede apreciar o intrigar más al espectador que desde “el balcón” solamente puede distraerse viendo las hileras de casas metros abajo.
Soy amante de las ciudades en silencio, o mejor; de las ciudades donde el viento y el clima aún se imponen sobre las bocinas o el tráfico. Nunca pensé que esa postal tan intrigante de niño que era Luxemburgo llegara a explicarme tanto sobre la vida cotidiana siendo ella en su sencillez y riqueza, la urbe más apacible que se pueda visitar.
Para no olvidar:
Luxemburgo solamente tiene una parada de tren, así que para movilizarse por el país, desde esta única parada pueden salir los buses. Si piensa caminar la ciudad, prepare buenas botas ya que el camino entre subir la meseta y bajarla, puede tomarle tiempo y energías.